Aunque parezca mentira en España puede acabar siendo delito poner urnas para que más de 2.347.000 personas puedan votar. También sorprende que cuando se debate sobre ello en el Congreso, se tenga que hacer a puerta cerrada. Encima, quienes defienden que todo esto pase lo justifican por ser “legal”. Y para colmo, algunos esperan que ante tales despropósitos traguemos sin más que la “ley” son ellos, sus arbitrarias interpretaciones, sus sometidos fiscales y sus tribunales presididos por sus propios militantes. ¡Ole tú!
Es cierto que los que promulgan que “la ley somos nosotros” pueden puntualmente vencer. Pero creo que no tienen a su alcance convencer. Al menos es seguro que no convencen en Catalunya. El pasado martes 22 de noviembre en la votación del suplicatorio que pedía el Tribunal Supremo para que un servidor fuera juzgado por los conocidos hechos del 9 de noviembre de 2014, la mayoría de los diputados catalanes votaron contra tal despropósito. Y no lo hicieron para preservar un supuesto privilegio -que en este caso seguro que no lo es-, sino porque los hechos demuestran que este es un proceso más político que jurídico. Y, tal y como dicta examinar la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, estamos ante una utilización de la Justicia para condicionar, alterar y modificar el funcionamiento del Parlamento.
Insistiré en los hechos, porque es por donde precisamente los de la “ley” no convencen. No convence que un tribunal presidido por un militante del PP sea el causante de tal embrollo: la presunta desobediencia. No convence constatar que este tribunal se reunió de forma extraordinaria a petición del gobierno de España, pero se fue de fin de semana cuando el Govern catalán le pidió que le aclarase el alcance de su resolución, justo antes del famoso 9N.
Tampoco convence constatar que la Junta de Fiscales del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya dictaminase por unanimidad que los hechos del 9 de noviembre no eran delito, pero que unas semanas después les llegó la orden de cambiar radicalmente el criterio y tuvieron que presentar querellas por, ni más ni menos, que los delitos de desobediencia, prevaricación y malversación. Y, encima, de por medio presentó la dimisión el propio Fiscal General del Estado.
Tampoco convence leer un auto del TSJC donde se afirma que a un servidor “no se le pueden atribuir todas las actuaciones presuntamente delictivas del Govern”, razón por la cual se desestimaron querellas que se me habían presentado, para al cabo de un año decir justo todo lo contrario.
Y no solo no convence, sino que preocupa y estremece, conocer unas grabaciones donde el ministro del Interior decía literalmente “esto la Fiscalía te lo afina, hacemos una gestión”, refiriéndose precisamente a un expediente vinculado a mi persona. Cierto es que aquello no prosperó. Pero parece ser que otro expediente, el del 9N, sí.
Esto son hechos que desenmascaran aquellos que dicen ampararse en la ley. Porque si no, ¿de qué tipo de ley estamos hablando cuando se obliga a tribunales y a Fiscalía a cambiar de opinión por presiones políticas? ¿Qué tipo de ley puede amparar a un ministro del Interior que presume de poder utilizar la Fiscalía para atacar y perseguir a sus adversarios políticos? ¿En nombre de qué ley en una democracia se puede juzgar a alguien por haber puesto urnas?
Creo sinceramente que en el siglo XXI, en un mundo globalizado, en el contexto europeo, ante una sociedad cada vez más formada y más informada, solo cabe convencer. Resulta inquietante comprobar el discurso creciente del establishment consistente en decir que “los referendos los carga el diablo”. Parece que a algunos la democracia les molesta cuando las cosas no les salen como quieren. Y en vez de revisar sus propuestas, sus ideas, sus postulados, culpan al sistema democrático que permita que los “populistas” avancen posiciones.
El tripartito español que configuran PP, C’s y PSOE tiene mucho de esta actitud. Deploran a la ciudadanía porque creen, en el fondo, que somos tontos, que nos equivocamos y que por eso poner urnas sería un error. Y cuando no tienen más remedio, recurren al discurso del miedo, porque no saben ofrecer esperanza, ni tampoco confianza. Pueden vencer puntualmente, sí. El discurso del miedo sirve precisamente para vencer. El discurso de la esperanza y la confianza solo puede convencer. Y en Catalunya todo lo que ofrecen PP, C’s y PSOE está precisamente en el terreno del discurso del miedo y del deseo de vencer. Quizás precisamente por eso en Catalunya estas tres fuerzas políticas juntas son minoría, porque en Catalunya ahora ya solo vale convencer.