Hace unos meses, asistí a una conferencia organizada en un Banco Central de un país cualquiera. En el programa, sólo una mujer. En una conferencia económica eso suele ser una rareza –por exceso–. La mujer en cuestión era una reputada economista, casada con otro reputado economista. Ambos presentaron artículos, escritos conjuntamente. La presentación de ella fue interesante, amena, dinámica y pedagógica, muy superior a la de él, aburrida y excesivamente técnica. Las interrupciones en la presentación de ella fueron constantes, condescendientes, hostiles. En las de él eran cómplices, mostraban interés.
Cuando ninguno de los dos presentaba, se sentaban en primera fila. Las preguntas de ella durante las otras presentaciones eran contestadas con desdén, apenas atendidas. Las de él con respeto. Mientras observaba todo esto desde la sexta fila con mi estómago feminista retorciéndose más a cada minuto, me percaté de que no había ninguna mujer, salvo ella, sentada en las 5 primeras filas, normalmente reservadas a los investigadores senior o a cargos importantes. En las filas posteriores, llenas de estudiantes y junior que escuchábamos con atención, el porcentaje de mujeres era mucho mayor.
Y es que en la economía académica las mujeres estamos especialmente infrarrepresentadas. La investigadora del Banco Central de Francia Soledad Zignago lleva una cuenta de las mujeres en RePeC por países: de 50.000 autores registrados, solo el 19% son mujeres. Según esta web, entre los 100 economistas más influyentes del mundo sólo hay una mujer: Carmen Reinhart. Por países, Asia y América Latina están en la cola, mientras que en Europa y EEUU, el porcentaje de mujeres es más elevado en los países del Sur y el Este, y más reducido en el mundo anglosajón. Además, la serie temporal por cohorte no permite demasiado optimismo, ya que el porcentaje ha aumentado de menos del 5% en los 70 a alrededor del 18% en los 2000, pero el crecimiento parece haberse estancado. La economía es una excepción incluso comparada con campos tradicionalmente masculinizados como las ingenierías o la informática. Por cierto, la informática era un mundo inicialmente feminizado hasta que se construyó como un campo masculino de manera deliberada.
Es de sobra conocido que el sexismo en la academia existe: no solo se trata de la dificultad de compatibilizar una carrera exigente con la maternidad. Sendos estudios demuestran la existencia de un sesgo evaluador: es decir, los exámenes y currículos de las mujeres reciben mejores evaluaciones si son anónimos (y por tanto no se sabe el género del estudiante). También hay evidencia de que la aportación de las mujeres se desmerece en publicaciones co-autoradas con hombres. No hay que olvidar tampoco la frecuencia de historias de agresiones o intimidación por parte de supervisores hombres, que abusan de su posición de superioridad y condicionan la evolución de las mujeres en su campo, o incluso el plagio y la apropiación científica del trabajo de colegas más júnior, una triste práctica también con carga de género. La sociedad es machista y la academia, como institución social, es un reflejo de ello.
Pero ninguna de estas explicaciones es específica de la academia económica. Entonces, ¿por qué la economía está mucho más masculinizada que otras disciplinas? En la blogosfera anglosajona, varios artículos publicados recientemente intentan explorar el porqué de este hecho. Esta última semana, el debate se ha trasladado a la blogosfera en castellano gracias a la periodista económica Belén Carreño, que publicaba dos artículos sobre el tema (este y este) y denunciaba en su cuenta de twitter la ausencia de mujeres en la primera Conferencia Anual de Investigación del Banco de España. Yo tengo algunas hipótesis al respecto.
Los seminarios en economía tienen reputación de ser especialmente hostiles. No es infrecuente que corran rumores sobre seminarios tan violentos (verbalmente, claro) que han acabado provocando el llanto de la persona que presentaba. No se denuncian nunca estas formas, sino que se asumen como parte del panorama. El mundo de la academia es ultra-competitivo y solitario, con unas exigencias de tiempo y dedicación casi exclusivas, así que no es extraño que nos acabemos identificando tanto con el producto de nuestra investigación que las críticas a nuestro trabajo nos duelan en lo personal. Es lo lógico si crees en tu trabajo y en tu contribución.
Sin embargo, algunos economistas (¿varones?) se jactan de esta hostilidad en nuestros seminarios. Argumentan que esta actitud actúa de filtro de calidad que hace a la economía superior a otras ciencias sociales. Se ha escrito mucho, y este no es el lugar para repetirlo, sobre el mejorable estado de la economía como ciencia, un hecho que cualquier economista serio debería reconocer con preocupación, en lugar de negarlo con soberbia ciega. Desde luego, esta pretendida superioridad científica de la economía respecto a otras ciencias sociales, no sólo es empírica y epistemológicamente falsa sino que fagocita una más que necesaria mejora del debate y la colaboración entre disciplinas, sin la cual no avanzarán ni la economía en particular, ni nuestro conocimiento de la sociedad humana en general.
Por otro lado, hay una evidencia creciente de que en las carreras profesionales pesa más el capital social, como el habitus (que otorga ventajas intangibles, como por ejemplo la confianza en uno mismo) y la red relacional (que abre puertas y facilita ascensos), que el talento. Desde esta perspectiva, la hostilidad tiene más números para ser un ritual performativo masculino que una demanda de rigor. Y, además, tiene una consecuencia segura: ahuyenta a las mujeres. No quiero decir que ahuyente a todas las mujeres, ni que las mujeres no seamos capaces de defender nuestro trabajo de ataques con más forma que fondo, ni siquiera estoy diciendo que las mujeres no seamos capaces de reproducir esas mismas actitudes. Simplemente, sabemos de sobra que los entornos violentos son entornos masculinizados.
Por otro lado, estoy segura de que la innegable cercanía de la economía académica con el poder, tanto político como fáctico, actúa como sesgo selectivo al atraer a personas ambiciosas y competitivas (características que no son neutrales en su género). La posibilidad de salarios muy elevados, así como la capacidad de tener influencia y acceso a círculos elitistas y exclusivos, tiende a atraer más a hombres que a mujeres. Esta hipótesis podría obtener cierta validación si los departamentos heterodoxos y críticos, generalmente situados más a la izquierda del espectro político, y también vetados en ciertos espacios de poder, tuvieran una representación femenina más numerosa. No sé si es un hecho generalizado, pero al menos en España el sector heterodoxo se reúne anualmente, intercalando cada dos años un Seminario de Economía Crítica con uno de Economía Feminista (es decir, que la mitad de sus encuentros tienen el género como foco principal, con numerosas economistas mujeres liderando el debate).
Sin embargo, este es un vector de dos direcciones. Por mucho que las mujeres ambicionen acceder a espacios de influencia social y política, el camino dista de ser fácil. Este capital social al que me refería antes actúa como filtro sin piedad y hace prevalecer las desigualdades de partida (no sólo de género) en un mundo donde el networking y la construcción de la reputación son decisivos. Por poner un ejemplo que puede parecer trivial pero no lo es tanto; en mi departamento, los chicos se organizaron rápidamente en equipos de fútbol o de juegos online. Sin embargo, las chicas no formamos parte de estos grupos de manera natural ni creamos espacios informales propios de manera espontánea. Hay veces que la exclusión es menos sutil: hace un par de años, hablando sobre las posibilidades de alojamiento en una conferencia, un colega varón sugería alquilar un piso en el que, bromeaba, pudiéramos montar una fiesta “e incluso invitar a putas”. Las dos chicas que íbamos en el grupo alquilamos una habitación de hotel solo para nosotras.
En estos espacios no sólo se desarrollan relaciones de amistad, sino que también fluyen la información y la ayuda mutua, además de favorecer la colaboración científica; es lo que se llama en sociología del género un “Boys Club”. Esto, trasladado al ámbito académico, se plasma maravillosamente en la frase “peer-review rewards peers” (la revisión entre colegas premia a los colegas). Las relaciones de camaradería informales a las que las mujeres rara vez tenemos acceso –y los prejuicios sexistas, clasistas, etc.– hacen que el perfil de hombre que ocupa esos puestos de poder siga promocionando al mismo perfil de hombre para su sucesión.
La menor presencia de mujeres, y en general de personas de etnias minorizadas o de origen social humilde, en la economía académica, se traduce directamente en una menor presencia de nuestras voces en la asesoría de políticas, y de nuestros puntos de vista y necesidades en cuanto al diseño de las políticas económicas y sociales. Y tanto vale para la salud de la ciencia como para la política lo que dice la ley de la termodinámica: un sistema endogámico, sin nuevos flujos –como por ejemplo de nuevas ideas y puntos de vista que renueven la energía–, está sujeto a una creciente entropía. Quizás esta dinámica de pérdida de talento y potencial esté detrás de los fracasos y el desprestigio de nuestra disciplina en los últimos tiempos.