El trabajo os hace esclavos

Marina Rodríguez Martínez

Profesora de filosofía —

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El trabajo no ha sido siempre la actividad del desarrollo y la realización personal que es hoy en día. En el relato bíblico constituye el castigo divino, que arrastramos desde el pecado original, “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Durante milenios y milenios de prehistoria, seguramente fuera una actividad vital por excelencia, como respirar. Y durante muchos siglos de Historia el trabajo fue cosa de esclavos y pobres. Con el capitalismo, la fuerza de trabajo se convierte en mercancía. Y en la actualidad, compartimos la creencia de que el trabajo ennoblece... Pero se ha convertido en un “bien” escaso.

Durante la mayor parte de nuestra existencia como especie, la energía que hemos necesitado para producir nuestra vida, ha dependido de la fuerza de trabajo propia y de algunos animales domesticados que nos han prestado la suya. En los dos últimos siglos, desde la Revolución Industrial, la energía creciente que consumimos procedente de combustibles fósiles, como el carbón, el gas natural y sobre todo el petróleo, han propiciado la aparición y multiplicación de los esclavos energéticos. Si un ateniense medio de la Grecia clásica disponía de 12 esclavos de carne y hueso a su servicio; hoy disponemos de una media de 70 esclavos energéticos por persona para sostener nuestro modelo de vida, desde lo más básico a lo más superfluo. La aportación de los esclavos energéticos ha propiciado el mayor crecimiento de la humanidad, que a la vez ha requerido de más esclavos energéticos y de mayores cantidades de energía. La pescadilla que se muerde la cola.

Más recientemente, en los últimos 50 años, se han acelerado dos fenómenos que nos señalan que el trabajo, tal como lo hemos conocido en los dos últimos siglos, ha muerto; pero como suele ocurrir con los cambios de paradigma, nos resistimos a enterrar el cadáver. Por un lado, la deslocalización extrema de la producción a Asia, la fábrica del mundo, cuya razón de ser es la búsqueda del beneficio extremo y cuya condición de posibilidad es la pobre regulación laboral, fiscal y medio ambiental… ha sido una mala estrategia de consecuencias aún no concebibles (hemos comprobado algo de ello en la pandemia de la COVID-19). Por otro lado, la digitalización y robotización de muchos de los nichos de trabajo tradicionales ha aumentado el desempleo de forma irrecuperable, y aunque otros nichos nuevos están llamando a la puerta, nada parece indicar que requieran cantidades ingentes de trabajadores.

La primera paradoja que se nos plantea es: ¿por qué seguimos trabajando tanto si disponemos de tal reserva de esclavos energéticos, capaces de abastecernos de lo estrictamente necesario y haciendo por nosotros el trabajo más duro y rutinario? Este desarrollo podría haber desembocado en el sueño ilustrado de la emancipación del trabajo penoso por la vía del dominio de la naturaleza, pero no fue así. Tanto la naturaleza como nosotros, que somos naturaleza, hemos quedado atrapados bajo el yugo del floreciente capitalismo en el que la producción no puede parar. Cierto es que también se fueron consiguiendo mejoras laborales Y todo hacía pensar que avanzarían sin retroceso, pero tampoco ha sido así.

Efectivamente, la segunda paradoja es: ¿por qué trabajamos cada vez más cuando lo esperable y deseable sería lo contrario? No parece lógico que se aumente la jornada laboral, que se alargue la edad de jubilación, que se hagan horas extras, habiendo un porcentaje de personas inactivas tan alto.

También cabe preguntarse: ¿por qué ganamos cada vez menos con el exceso de riqueza que producimos? La nuestra es la era de la desmesura y la desproporción; cada vez es mayor la diferencia de retribución económica entre quien gana más y quien gana menos, sin justificación alguna e incluso en relación inversa al sentido común: gana más quien menos contribuye al bien común.

Pero la paradoja más inquietante en torno a este tema es: ¿por qué actuamos voluntariamente como colaboradores necesarios en este modelo dándole sin parar al engranaje de nuestra propia esclavitud?

Resumiendo, hasta el momento, los esclavos energéticos, la deslocalización y la racionalización de los procesos reconvierten el trabajo, aquel castigo divino, en bien escaso y deseable, porque casi nadie pondrá en duda que quien hoy tiene trabajo es un “privilegiado”, aunque este sea precario e indigno. Así las cosas, necesitamos abordar esta cuestión con otra mirada, un nuevo paradigma en el que el trabajo se ajuste a nuestras necesidades y no nosotros a sus exigencias.

Una de las propuestas más solventes para resolver estas paradojas es el reparto del trabajo. Es política, social y económicamente posible trabajar menos, pero todos, y sin gran menoscabo salarial si se hace desde el bien común y la equidad. Hay estudios que avalan esta propuesta, como el del NEF (The new economics foundation), 21 horas, que propone ya en 2012 y con datos contrastables una semana laboral más corta. Hay que advertir que, para que sea posible, debería ir acompañada de un cuestionamiento riguroso del concepto de progreso y crecimiento que queremos: si seguimos pensando solo en el progreso y crecimiento material, no hay solución posible para la sostenibilidad de nuestras sociedades.

Si estamos dispuestos a renunciar a los pilares del productivismo y consumismo ciegos sobre los que malvivimos, los beneficios para todos empezarían por ganar tiempo, o sea vida, para cultivar las relaciones sociales y familiares, el cuidado de los demás; para mitigar el estrés que conlleva la sensación permanente y nunca satisfecha de que nos falta algo, el vértigo y la impaciencia del “yo, aquí, ahora”; para tomar conciencia de la cantidad de cosas que no necesitamos, reduciendo la producción imparable de más y más bienes consumibles que nos consumen; para practicar un ocio en el que desarrollar esas habilidades y aficiones propias para las que nunca encontramos espacio y, menos aún, tiempo… Y, como consecuencia, le daríamos un respiro al planeta, con la oportunidad de habitarlo desde la integración y el respeto. No olvidemos que, en este escenario de crisis climática en la que ya estamos, no es la supervivencia del planeta la que está en riesgo, sino la nuestra propia.