Las transferencias europeas no salen gratis

Economistas —
3 de abril de 2021 21:44 h

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Se ha convertido en un mantra repetido una y otra vez afirmar que, por definición, a diferencia de los préstamos -que, evidentemente, sí hay que devolver con sus correspondientes intereses-, el dinero procedente de Bruselas en forma de transferencias no debe ser reintegrado. En consecuencia, estas no representan una carga adicional para las cuentas públicas, sino que, por el contrario, aumentan el margen presupuestario de los gobiernos.

De este modo, se traslada un mensaje erróneo, aunque de gran calado: la Unión Europea (UE), al abrir esta fuente de financiación a los gobiernos, está a la altura del enorme desafío que representan la pandemia y la crisis económica y social asociada a la misma. ¿Es realmente así? ¿Podemos hablar de una generosa “lluvia de millones” procedente de Europa, que ha puesto la solidaridad por delante de cualquier otra consideración? 

Lo primero que hay que señalar al respecto es que la Comisión Europea (CE) tiene que devolver entre 2027 y 2058 la deuda contraída en el mercado de capitales a través de la emisión de bonos por valor de 750 mil millones de euros con la que financiará el Plan de Recuperación para Europa. Con los criterios aplicados para distribuir estos recursos, a España le corresponden 140 mil millones de euros -que, en principio, recibirá entre 2021 y 2023-, de los cuales el 51% son transferencias. No es la primera vez que la UE acude al mercado de capitales, pero sí lo es la mutualización de la deuda acordada por los 27 países miembros.

En la operativa de este plan, se abren sendas vías para hacer frente a este compromiso. Una, aplicar gravámenes propios, a escala comunitaria. Con la decisión de introducir un impuesto sobre los plásticos de un solo uso y sobre las emisiones de carbono se han dado pasos en esta dirección, pero son claramente insuficientes. Los tributos con más potencial recaudatorio, como los aplicados sobre las transacciones digitales y, muy especialmente, los que gravan las operaciones financieras y las grandes fortunas y patrimonios han quedado aparcados, como era de prever, debido a las resistencias de los grupos afectados y las divisiones que hay sobre este asunto entre los miembros de la UE.

En ausencia de una hacienda comunitaria con entidad propia, que ni existe ni se la espera, se impone la segunda vía: la devolución del empréstito, que implicará que los Estados tendrán que cubrir esos reembolsos, aumentando sus contribuciones al presupuesto común. Cuando se escriben estas líneas, no se conocen los detalles, pero, inevitablemente, ello reduce el saldo neto de las transferencias (la diferencia entre lo recibido y lo pagado por los gobiernos).

El coste de la “ayuda comunitaria” debe ser analizado también bajo los parámetros de la condicionalidad a la que obliga su acceso. Para despejar cualquier malentendido, aclararemos que, por supuesto, consideramos que la utilización de los recursos que son de todos, como es el caso, debe someterse a exigencias muy estrictas y a una supervisión minuciosa. Aquí no está la discusión, sino en qué tipo de obligaciones exige la CE y en la legitimidad para imponerlas a los gobiernos, aspectos que, en nuestra opinión, nada tienen que ver con el buen uso de lo público o la protección económica y social de la ciudadanía en su conjunto.

Antes de la irrupción de la pandemia, el Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento obligaba a todos los países de la zona euro a cumplir estrictos objetivos en materia de déficit y deuda públicos. La aplicación de ese pacto ha sido provisionalmente suspendida mientras dure la actual situación de emergencia; si bien los partidarios de esta política ya advierten que los gobiernos deberían prepararse para ajustar las cuentas públicas una vez que las economías superen la actual situación de excepcionalidad. Pero lo que podríamos denominar “condicionalidad estructural” continúa plenamente vigente. Y se aplicará.

Para poder acceder a los recursos europeos, los gobiernos están obligados a presentar un programa para el período 2021-2023, que tendrá que recibir el visto bueno de la CE en el marco del Semestre Europeo. Dicho programa, además de contener un plan detallado de los proyectos en los que se va a utilizar la financiación, debe ofrecer un calendario preciso de reformas estructurales a introducir en esferas cruciales y muy sensibles para las condiciones materiales de la ciudadanía, como son las pensiones y el mercado de trabajo. Siempre con la misma música de fondo: desregular, liberalizar y privatizar. 

Así pues, las transferencias tienen un coste que no podemos ignorar, tanto en términos financieros como, muy especialmente, en lo que se refiere a la orientación de la política económica. La “lluvia de millones” europea no saldrá gratis y el impacto de la misma no será neutral. 

La respuesta de Bruselas está siendo al mismo tiempo insuficiente y decepcionante. Una Europa más ambiciosa y solidaria comprometería un volumen mayor de transferencias -las acordadas suponen un recorte sustancial respecto a la primera propuesta franco-alemana, la realizada desde el Parlamento Europeo y la puesta sobre la mesa por el gobierno español-, financiando esos recursos con impuestos progresivos y sin otra condicionalidad que su utilización para combatir la pandemia y promover la igualdad y la transición ecológica, como ejes centrales de la renovación del modelo económico.