Aunque ahora nos parezca lejano, no hace tanto tiempo que la situación de nuestras finanzas públicas era boyante. En vísperas de la crisis de 2008, nuestra deuda pública se situaba en un exiguo 35,6% del PIB (98,4% en la actualidad), por debajo incluso de Alemania (63,7%) y Francia (64,3%); nuestras administraciones públicas encadenaban tres años consecutivos de superávit; y “tan sólo” necesitábamos 65.000 millones de euros para hacer frente al pago de las pensiones por jubilación, frente a los 102.000 millones de 2016.
El periodo 2004 a 2007 se caracterizó por un elevado nivel de ingresos (alimentados artificialmente por la burbuja inmobiliaria), pero el gasto se situó en la media de la década precedente. De hecho, la estructura del gasto público en vísperas de la crisis fue bastante menos atípica de lo que podría pensarse. La principal diferencia con respecto al promedio de los diez años anteriores, primeros de la era euro, fue un menor coste de los intereses de la deuda. A gasto constante, esto liberó recursos que fueron destinados principalmente a sanidad, cultura y fomento de la inversión. En cualquier caso, como se aprecia en la infografía adjunta (primera barra del gráfico superior), se trata de desviaciones poco significativas en relación con lo que estaba por venir.
En tan sólo dos años, los que van de 2007 a 2009, se destruyeron cerca de 1,5 millones de empleos. La contracción de la actividad mermó los ingresos de las administraciones públicas desde el 41% del PIB hasta el 34,8%. El gasto en prestaciones por desempleo, sanidad y protección social se incrementó en 4,7 puntos de PIB y, junto con una política fiscal expansiva y el encarecimiento de los intereses de la deuda, elevó el gasto total hasta el 45,8% del PIB. Como consecuencia, el saldo de las administraciones públicas pasó de un superávit de +1,9% del PIB en 2007 a un déficit del -11% en 2009.
En 2010, ante la explosividad de la deuda pública (en tan sólo dos años había pasado del 35,6% del PIB al 52,8%), se optó por un cambio de orientación en la política fiscal. A la recesión de la actividad económica causada por la crisis se unió una contracción del gasto público, preconizada por las principales instituciones internacionales, que dio inicio a un periodo de austeridad fiscal.
Desde entonces hasta 2016 (última información publicada por Eurostat) el gasto se redujo en unos 3,6 puntos de PIB, rescate bancario de 2012 mediante. Lo llamativo, prestemos atención, es la composición del ajuste fiscal por funciones de gasto. Dos partidas han seguido incrementándose durante este tiempo: las pensiones por jubilación, que tienen poco que ver con el ciclo económico, y el pago de intereses de la deuda. Si actualmente destinamos a lo primero 2,2 puntos de PIB más que en 2010 y, a lo segundo, otros 1,1 puntos más es porque el resto de partidas presupuestarias, con la única excepción del gasto en defensa, han supuesto una reducción conjunta de gasto público equivalente a 6,9 puntos de PIB (gráfico inferior izquierdo). Hablamos de más de 60.000 millones de euros corrientes.
Concretamente, destinamos 1,3 puntos de PIB menos a prestaciones por desempleo cuando resulta que la tasa de paro apenas se redujo tres décimas en el periodo, desde el 19,9% en 2010 hasta el 19,6% en 2016. Esta reducción del gasto responde más a la evolución de la tasa de cobertura (la proporción de parados que reciben algún tipo de prestación por desempleo pasó de 78,4% en 2010 a 55,1% en 2016) que a la disminución del número de parados. De acuerdo con el SEPE, mientras el número de parados se redujo en torno a 160.000 personas en el periodo, el de perceptores de prestaciones por desempleo lo hizo en más de un millón. También destinamos 1,8 puntos de PIB menos al fomento de la actividad económica, así como otros 3,8 puntos de PIB menos a sanidad, vivienda, educación, cultura, medio ambiente, seguridad ciudadana y el resto de los servicios públicos.
Así que, como primera conclusión, admitamos que sí ha habido merma en la provisión de bienes y servicios públicos; y, como segunda, observemos que buena parte del ajuste no habría sido necesaria de no haber tenido que destinar una proporción creciente del gasto a los intereses de la deuda y, especialmente, a las pensiones por jubilación.
Más allá del periodo de austeridad
Pese a lo rotundo de las cifras anteriores, una crítica parece evidente. ¿Por qué tomar como referencia el periodo de austeridad cuando sabemos que viene precedido por dos años de explosión del gasto público y de hundimiento de la recaudación? ¿Acaso el gasto no sigue siendo superior al que era antes de la crisis?
El motivo es que el periodo de austeridad permite poner de manifiesto un error de diagnóstico sobre la sostenibilidad de nuestro Estado del Bienestar: estamos tratando de controlar el desajuste de las cuentas públicas como si fuera posible desandar el camino hacia la España de antes de la crisis. Ese viaje de retorno no es posible porque nuestras necesidades objetivas, tan sólo en el capítulo de pensiones por jubilación, son sustancialmente mayores que las de entonces. Además, durante este tiempo se ha producido un incremento de la desigualdad, el empleo se ha precarizado, los salarios han perdido poder adquisitivo y el envejecimiento de la población ha incrementado las necesidades de gasto en dependencia.
En todo caso, dejando las consecuencias de la crisis y el periodo de austeridad al margen, si se compara la estructura del gasto público actual con el promedio anterior a la crisis, se tiene que el gasto total de las administraciones públicas se ha incrementado en 3,2 puntos de PIB… de los que 3 puntos vienen explicados por el aumento de las pensiones por jubilación (gráfico inferior derecho). Estamos, por lo tanto, ante un trilema que enfrenta a la sostenibilidad de las cuentas públicas con las pensiones por jubilación y con la provisión de todos los demás bienes y servicios públicos.
Tres opciones se barajan para resolverlo: i) mantener el poder adquisitivo de las pensiones a costa de todo lo demás (perseverar en la estrategia seguida estos últimos años), ii) dejar que la inflación erosione las pensiones, confiando que las rentas derivadas del patrimonio inmobiliario acumulado durante el ciclo vital sirvan para paliar su pauperización (dos de cada tres pensionistas cobran menos de 900 euros brutos al mes, en catorce pagas), o iii) afrontar una reforma que, además de dotar a las administraciones públicas de más recursos, afronte el problema que supone la elevada dispersión entre la pensión máxima y la pensión media o mediana.
Lo que seguro no es la solución, aunque existan fórmulas mixtas, es apelar únicamente al incremento de la eficiencia en el gasto público y a la lucha contra el fraude fiscal; o esperar a que el mercado por sí sólo zanje la cuestión, con mejores salarios que nunca llegan y con seguros privados que sólo serán un recurso complementario (no al alcance de todos). La reforma de las pensiones no es un drama irresoluble, pero necesita vencer el inmovilismo actual y la resistencia al cambio.