Una de las múltiples muestras de la continuada hegemonía cultural del nacionalismo de inspiración franquista en la vida pública española contemporánea es la provocadora calificación del fundador de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, como una “víctima” de la Guerra Civil. El término, sin aparentes problemas ni cuestionamientos públicos, vuelve a tener un eco mecánico estos días en múltiples medios de comunicación. Desde que la “Comisión de expertos” convocada por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero para resignificar el mausoleo fascista del Valle de los Caídos bajo la Ley de memoria histórica de 2007 determinó, en sus recomendaciones de 18 de noviembre de 2011, que la figura de Primo de Rivera sería considerada como una víctima más de la Guerra Civil, las explicaciones públicas han sido muy escasas. La ausencia de un debate profundo, serio y reposado al respecto parece mostrar también esas pautas conocidas de represión y desfile, de silencio forzado y de histérica alharaca, inercias del largo régimen nacionalcatólico y sus opresivos cultos funerarios.
La noción de víctima implica la de un sujeto que ha recibido una actuación violenta, que ha sido herido o incluso sacrificado, “por culpa ajena” (RAE, 4) y que, por lo tanto, no tiene una responsabilidad directa o indirecta en esa acción violenta. El informe del panel de expertos señalaba el lugar protagónico junto al altar de la Basílica como único problema del enterramiento de José Antonio Primo de Rivera, “muerto durante la Guerra Civil”, recomendando que sus restos “dada la igual dignidad de los restos de todos los allí enterrados, […] no deben ocupar un lugar preeminente en la Basílica” (21). El matiz es alambicado: a diferencia de Francisco Franco, cuya presencia en el mausoleo se juzgaba como “incongruente”, Primo de Rivera podría permanecer allí, al haber fallecido durante el conflicto civil. Los restos de Franco no tenían coherencia entre los “caídos”, mientras que Primo de Rivera sí podía continuar allí como “caído”, un término que el informe de 2011 no se atrevía aún a alterar en la denominación del Valle de Cuelgamuros. Ese significativo cambio de nombre vino de la mano de la nueva Ley de memoria democrática de octubre de 2022, un texto que condena el golpe de estado del 18 de julio de 1936, al tiempo que, en su artículo 3.1.a, sigue considerando como víctimas a “las personas fallecidas o desaparecidas como consecuencia de la Guerra y la Dictadura”.
En su artículo 5.1, la ley también declara ilegales e ilegítimos “los tribunales, jurados y cualesquiera otros órganos penales o administrativos que, a partir del Golpe de Estado de 1936, se hubieran constituido para imponer, por motivos políticos, ideológicos, de conciencia o creencia religiosa, condenas o sanciones de carácter personal, así como la ilegitimidad y nulidad de sus resoluciones.” ¿Anula pues la reciente Ley de memoria democrática los tribunales populares con los que la Segunda República española buscó articular un marco de garantías judiciales en plena guerra y evitar los asesinatos indiscriminados como los de la Cárcel Modelo en agosto de 1936? ¿Quiere esto decir que el juicio ejemplar que el Estado republicano llevó a cabo contra José Antonio Primo de Rivera, su hermano Miguel y su cuñada Margarita Larios—que fueron condenados a penas menores y más tarde intercambiados—fue ilegal pese a estar dirigido por magistrados del Tribunal Supremo de Madrid? ¿Fue un juicio ilegítimo o un juicio ejemplar? Si aplicamos la lógica de la “memoria democrática” de la propia ley, que defiende el legado histórico de los valores democráticos y constitucionales, y desde luego siguiendo la lógica de la defensa jurídica que la Segunda República española puso en pie, Primo de Rivera fue sin duda un conspirador que promocionó y justificó activamente la rebelión civil y militar contra las autoridades legítimas y la intervención armada de potencias extranjeras fascistas. La 'Carta a los militares españoles' que desde su celda en la Cárcel Modelo de Madrid hizo circular a comienzos de mayo de 1936 lanzaba graves acusaciones incendiarias contra el gobierno de coalición del Frente Popular salido de las urnas en febrero, animando al alzamiento militar y dando por llegada “la hora en que vuestras armas tienen que entrar en juego para poner a salvo los valores fundamentales”.
La nueva Ley de memoria democrática abre, sin embargo, un renovado debate ético e histórico. ¿En qué momento dejaron de ser legítimas las autoridades judiciales y administrativas republicanas? ¿Tras el golpe de julio demandado y co-organizado por Primo de Rivera o al perder la guerra a lo largo de la primavera de 1939? ¿Fue Primo de Rivera víctima de violencia política o un reo de la pena de rebelión contra el Estado, ejecutado de manera tanto legal como legítima por ese mismo Estado de derecho? Hoy día conocemos muchos más detalles sobre las múltiples conexiones de Primo de Rivera con los demás golpistas, que van mucho más allá de meras soflamas, su contacto detallado y constante desde la cárcel tanto en Madrid como ya en Alicante con las redes golpistas a lo largo de meses, por no hablar de la financiación directa que había recibido de Mussolini durante años también antes del golpe. Primo de Rivera fue ejecutado por su clara participación intelectual y política en la rebelión contra la república tras un juicio en que él mismo se defendió y que le brindó las garantías del estado democrático republicano, con un proceso que incluyó un juez instructor, un tribunal de derecho con tres magistrados, y un jurado popular de catorce miembros. Decenas de miles de ejecutados y “paseados” en uno u otro lado de la guerra no contaron con las exquisitas provisiones jurídicas que se le brindaron a uno de los más públicos enemigos de la república. En ningún momento de su juicio propuso Primo de Rivera la ilegitimidad de los poderes públicos que le juzgaban.
El amplio consenso entre los historiadores respecto a las responsabilidades políticas de Primo de Rivera como activo conspirador incluso desde su encierro es claro. Incluso un historiador conservador como Stanley Payne al hablar del juicio a Primo de Rivera explica que “no es extraña en periodos bélicos la pena de muerte como castigo a aquellos que han ayudado a fomentar una insurrección violenta contra el estado” (mi traducción, Spanish Fascism 1923-1977 ).
Franco falleció exactamente treinta y nueve años después, de manera agónica, controlada y casual, el mismo día veinte de noviembre en que durante décadas se había conmemorado el fusilamiento del mártir del nacionalismo español moderno. El calendario sacro y funeral del nacionalcatolicismo condensaba así en un mismo día y per saecula a sus cofundadores, que pasarían poco después a compartir un sitio en el altar de la basílica del Valle de los Caídos. Antes de ello, habían compartido durante décadas el espacio simbólico del adoctrinamiento nacionalista y católico a cada lado del crucifijo obligatorio en todas las aulas públicas, desde las que se comparaba sin aparente rubor el “sacrificio” del mártir nacional con el del cristo, fallecido también con treinta y tres años.
El macho alfa y el macho omega de este masculino emparejamiento muy fascista, una españolísima yunta que reposaría sobre el enorme osario necrófilo que ellos mismos habían coadyuvado a cosechar y que ahora dejan atrás. Como Franco, Primo de Rivera no había predicado, sin embargo, mensajes ni enseñanzas de hermandad, de perdón, piedad, o paz, sino el evangelio de su FE nacional (Falange Española), la dialéctica de “los puños y las pistolas”, liderada por unas escuadras bélicas de nostálgicos de un imperio ya finiquitado. El asalto al Estado por parte del ejército colonial, con apoyo esencial de Mussolini y de Hitler, se pareció a una conquista a sangre y fuego, con decenas de miles de mercenarios marroquíes e italianos. Su “Arriba España” con el que intentaban blanquear la llamada “leyenda negra” imperial española, irónicamente aportó un nuevo ejemplo histórico de la brutalidad arrasadora de esta particular noción de españolidad. Defensores de las antiguas estructuras sociales feudales de aristocracia y conquista, equipararon una vez más absolutismo e intolerancia con españolidad, proponiendo un militarismo masculino hostil a la lógica de la modernidad liberal, de la democracia como gobierno del sufragio universal, rechazando la soberanía popular y el republicanismo igualitario surgidos de las revoluciones y constituciones de los siglos XVIII y XIX.
Más aún, por supuesto, rechazaban la lógica redistributiva y emancipadora de la socialdemocracia reformista, del anarquismo utópico, o del socialismo revolucionario y del comunismo soviético. Todas las fórmulas emancipadoras y democratizantes, liberales y sociales, de los dos siglos previos eran repudiadas en bloque bajo la exitosa etiqueta de ideología “roja”, al mismo tiempo extranjerizante y supuestamente antiespañola. Hacer de la democracia y de la pluralidad un enemigo de las esencias nacionales, un elemento disgregador o disolvente de la idea de España, fue quizá la mayor aportación divulgativa de Primo de Rivera y de Franco, instituyendo un nacionalismo español intolerante que aún proyecta, incluso sobre la Constitución de 1978, la idea de la nación española como una “unidad de destino en lo universal”, innegociable, pre-constituida, inmutable y sagrada.
¿Quién duda hoy de que los principios de este nacionalismo intolerante y autoritario defendidos por José Antonio Primo de Rivera, y que durante décadas se cacarearon desde el Estado confesional franquista, fueron una de las causas principales de la inestabilidad de la Segunda República a través de los múltiples atentados terroristas de la “Falange de la sangre”? ¿Alguien duda hoy de la responsabilidad del hijo del dictador Miguel Primo de Rivera para inspirar la Guerra Civil al conspirar activamente para llevar a cabo un golpe de estado contra los poderes democráticamente constituidos? ¿Fue víctima o verdugo?
Doce años después de aquella recomendación de la comisión de expertos, la familia se hace por fin cargo de sus restos—aunque en buena tradición primoriverista, no queda claro quién paga las facturas—para evitar precisamente su equiparación con las otras víctimas y la secularización del enterramiento. Primo de Rivera ha sido enterrado una vez más, por quinta vez, siguiendo sus últimos deseos, un privilegio que no tuvieron los más de trescientos mil españoles víctimas de esa guerra que instigó con tanta energía. Sus familiares tienen además el privilegio de elegir el día y la hora, y festejar de esta singular manera el 120 cumpleaños del líder fascista, renovando así una vez más los rancios calendarios míticos del culto funerario falangista.
El esfuerzo de resignificación postfascista que la democracia española era capaz de proponer en 2011 tenía como objetivo la equiparación, la equidistancia entre las víctimas, fueran estas demócratas o golpistas, víctimas o verdugos. Estos traslados funerarios del postfranquismo borbónico, sin embargo, distan mucho de la equiparación memorialista a la que aspiraban la Ley de memoria histórica de 2007 y la más reciente Ley de memoria democrática. Igual que sus mitos nacionalistas, las jerarquías y privilegios instaurados por el régimen se mantienen más allá de la muerte y más allá del propio régimen. Es quizá la misma lógica de “concordia” histórica que permitió en 2004 ver desfilar juntos a miembros de la División Azul, voluntarios españoles que juraron obediencia a Hitler, con miembros españoles de la División Leclerc que liberaron París.
Sin embargo, esta supuesta “concordia”, esa equiparación nace trucada: el virus antidemocrático, violento, racista, imperialista y totalitario negador de igualdades y derechos no puede ser equiparado como una opción más sin que ello introduzca una permanente quiebra en el consenso constitutivo de la democracia. José Antonio Primo de Rivera dedicó amplios esfuerzos desde el comienzo de la Segunda República, desde el Parlamento y en la calle, a paralizar e interrumpir los procesos políticos de enjuiciamiento de la corrupta y brutal dictadura de su padre, y a proponer agresivamente una visión esencialista e innegociable de la nación, subrayando siempre su punto de vista y su voz como una mirada privilegiada y superior a las del resto. Sus escuadrones falangistas incendiaron las calles, provocando un intenso periodo de violencia y conflictos sociopolíticos, y una brutal Guerra Civil que alteró, hasta hoy día, el funcionamiento democrático de la sociedad española, postergando sine die el surgimiento de un nacionalismo cívico y de un patriotismo constitucional verdaderamente democrático y plural que renuncie para siempre de los legados no recuperables de la españolidad fanática e intransigente. Al imaginar la república por venir, Manuel Azaña evocaba en 1930 la necesidad de luchar por la verdad y la justicia en un país “enseñado a huir de la verdad, a transigir con la injusticia, a refrenar el libre examen y a soportar la opresión.” La memoria democrática debería tener el valor de dignificar y recordar los esfuerzos de aquel Estado, democrático y republicano, asediado y en guerra, por administrar justicia, un estado que con determinación se atrevió a dirimir y juzgar las responsabilidades penales de aquellos que se conjuraron para provocar su violenta disolución.
---
Pedro García-Caro es profesor titular de culturas hispánicas en la University of Oregon y coedita con Cecilia Enjuto-Rangel el libro La verdad sobre el proceso de José Antonio Primo de Rivera. Memorias del Juez instructor, un texto inédito escrito en el exilio, entre 1938 y 1941, por Federico Enjuto Ferrán, magistrado de la Audiencia de Madrid y del Tribunal Supremo.