Suele decirse que la pandemia del VIH y su evolución durante los años 80 y 90 es una herramienta potente de memoria colectiva en el ámbito de la salud sobre la cual aprender para otras epidemias. El miedo a lo inicialmente desconocido, la estigmatización y discriminación de grupos enteros de población, las desigualdades en el acceso a las innovaciones terapéuticas y diagnósticas, los choques entre los derechos de las patentes y los derechos de los pacientes o el protagonismo constante de las organizaciones sociales y los liderazgos comunitarios son ejemplos que poder extrapolar a otras epidemias a las que tengamos que hacer frente.
Sin embargo, suele olvidarse que la pandemia del VIH es un elemento de memoria y aprendizaje para sí misma, y esto es algo que estamos viendo en la actualidad. La llegada de los antirretrovirales de acción prolongada y los estudios que parecen mostrar una reducción muy importante de la transmisión cuando son utilizados de manera preventiva para evitarla, plantean que por primera vez en dos décadas estamos ante un nuevo avance que puede cambiar por completo las reglas del juego, en un momento en el que lograr el objetivo de reducción en un 90% de los nuevos casos de VIH se antoja cada vez más complicado.
La llegada de los antirretrovirales en los años 90 supuso un avance monumental en lograr que la infección por el VIH se cronificara. Además, la supresión de la carga viral hizo que se frenara la capacidad de transmisión (indetectable = intransmisible). Ahora estamos ante la posibilidad de reducir de forma drástica las nuevas infecciones gracias a la aparición de una profilaxis pre-exposición de acción prolongada que, con unas pocas inyecciones a lo largo del año (6 con el cabotegravir y 2 con el lenacapavir) tiene la capacidad de prácticamente eliminar por completo la posibilidad de contraer la infección.
El lenacapavir, el medicamento cuyos resultados fueron presentados en la Conferencia Internacional sobre el SIDA en Munich hace unos meses y que ha cambiado el tablero global de las expectativas frente al VIH, ha sido nombrado este año como el avance científico del año por la revista Science. Sin embargo, aunque la ciencia haya hecho su parte, aún queda mucho para que ese avance se pueda materializar en un cambio en la vida de la gente y en el panorama global de la infección.
En el año 1996, en la Conferencia Internacional sobre el SIDA celebrada en Vancouver, se presentaron los datos de la terapia antirretroviral de alta actividad (TARGA). Fueron datos que mostraban la efectividad de un tratamiento que podía cambiar la vida de millones de personas. Sin embargo, no fue hasta 9 años después, 2005, cuando esa terapia llegó al primer millón de personas en los países de rentas medias y bajas. Esas brechas de inequidad que suponen un retraso una década en la adopción de las innovaciones en los países de rentas medias y bajas, han sido una constante a lo largo de la historia del VIH, como mostró recientemente un artículo publicado en la revista New England Journal of Medicine.
La pregunta ahora es, ante la llegada de una innovación que podría cambiar por completo la evolución de la pandemia de VIH en el mundo e, incluso, hacer real las aspiraciones de acabar con ella como preocupación de salud pública global, ¿qué podemos hacer para que no vuelva a pasar lo que ocurrió con los antirretrovirales? ¿De qué manera podemos conseguir que una innovación que viene a cambiarlo todo no acabe siendo solamente un reproductor de la desigualdad sin impacto real en la evolución de la pandemia a nivel global hasta dentro de varios años y muchos millones de nuevas personas infectadas?
La respuesta a esto está en el tejado de la política. La empresa dueña de la patente del lenacapavir (Gilead) ha anunciado la emisión de licencias voluntarias con acuerdos de comercialización que cubrirían un total de 120 países. Más allá de las condiciones de estas licencias, el problema lo tenemos en qué países quedan fuera. En un análisis publicado por Salud Por Derecho, podemos observar cómo muchos países de rentas medias, especialmente en América del sur, donde el número de nuevos casos de VIH es considerable y, además, donde la dinámica epidemiológica no es ni mucho menos descendente, quedarían fuera de este acuerdo, siendo muy difícil que pudieran garantizar la accesibilidad al lenacapavir de manera efectiva.
El reto que tenemos por delante es, una vez cronificada la infección por VIH y lograda la supresión viral de un porcentaje muy elevado de la población, seguir avanzando por esa vía mientras ponemos una barrera infranqueable a los nuevos casos. No estamos hablando de ganancias marginales de supervivencia o pequeñas mejoras en la posología o la adherencia. Estamos hablando del mayor hito desde la prueba de la efectividad de la TARGA; el mayor hito en la lucha contra el VIH en este siglo y que puede hacernos pensar en pasar página en lo que a importancia global del VIH se refiere.
Para lograrlo, la respuesta no puede tener una orientación solo de países de rentas bajas y centrada en África. Hace falta abordar el acceso como una condición de necesidad para el valor de la innovación, y desde un marco de universalidad. La única manera de que países como Perú, Argentina o Brasil no queden fuera es entender que Centroamérica y Sudamérica son uno de los puntos calientes de las dinámicas epidémicas del VIH en la última década y, además, también lo son de su posible respuesta política. Reforzar las iniciativas que sus gobiernos puedan llevar a cabo en el ámbito de la producción locorregional de genéricos y la implantación de programas de acceso universal, como ya hizo Brasil hace más de dos décadas, es una responsabilidad para el llamado Norte global.
Dentro de 10 años nos preguntaremos qué estábamos haciendo en 2024 cuando se nos puso delante la posibilidad de acabar con el VIH como preocupación de salud global, ¿estábamos garantizando el acceso a lenacapavir o dolutegravir para todos los países de rentas medias y bajas? ¿estábamos proponiendo mecanismos de desvinculación del proceso de I+D y de comercialización para garantizar el acceso global? ¿estábamos promoviendo una alianza global que rechazara la financiación en los países de rentas altas hasta que la empresa dueña de la innovación no llegara a un acuerdo de acceso en los países de rentas medias y bajas? Sin lugar a dudas, lo único que no debemos estar haciendo es como si no pasara nada, como si habláramos de un tratamiento más que meter en la rueda donde se generan las brechas de acceso como si no supiéramos qué cosas hacer para evitarlo.
El momento es ahora, además, porque existe un grupo de países con capacidad para plantear alternativas políticamente valientes y efectivas, como Brasil, Sudáfrica o Colombia. Garantizar que esa ventana de oportunidad política se convierte en una realidad epidemiológica es responsabilidad todos los países, no solo de aquellos que temen que la brecha de la desigualdad se cebe con sus habitantes.