Mucho se está hablando estos días del papel que van a jugar las ciudades en la salida de la crisis. Las transformaciones urbanas que resultan necesarias para dar cobertura a los nuevos hábitos de seguridad e higiene están centrando buena parte del debate público y es lógico que así sea. Las áreas metropolitanas centrales han registrado las mayores tasas de incidencia del virus y eso nos obliga a reflexionar sobre cómo tendrán que ser en adelante.
Todo apunta a que saldremos del confinamiento habiendo ganado más espacio para caminar y movernos en bici. La mayor parte de los municipios ya están dando pasos en ese sentido. Con pintura y señalización están ampliando zonas peatonales y generando nuevos itinerarios ciclistas. Incluso el gobierno (cochófilo) de Madrid ha cerrado varias calles al tráfico motorizado. O, mejor dicho, ha decidido abrirlas a otros modos de desplazamiento más eficientes, sostenibles y, sobre todo, demandados. Para pasear guardando las distancias, necesitamos aceras más anchas. Es así de simple.
El hecho de ver calzadas sin tráfico y repletas de viandantes ha generado una sensación de cierta euforia en los sectores progresistas. Los cambios, tan visibles, derivados de la crisis producen la sensación de que avanzamos rápidamente hacia un reparto más equilibrado y justo del espacio urbano.
Del mismo modo, la drástica disminución de la contaminación vinculada directamente a la no menos drástica reducción del tráfico motorizado ha puesto de manifiesto que los coches son la principal fuente de emisiones contaminantes en las ciudades. Esto es algo que ya sabíamos, pero una parte de la derecha se resistía a aceptarlo. Ahora ya no puede seguir negándolo. Valga como muestra la pregunta que un concejal de Vox del Ayuntamiento de Madrid dirigió hace solo unos días al gobierno municipal acerca de las medidas que piensa poner en marcha “para que Madrid no vuelva a la normalidad que suponía tener altos índices de contaminación una vez comprobado que la reducción del tráfico mejora la calidad del aire”. Han necesitado una evidencia empírica de esta magnitud para convencerse.
A todo ello, hay que sumarle que la incertidumbre generada por la crisis parece haber mitigado el problema del ascenso continuado del precio de la vivienda en las grandes ciudades. La previsible caída del turismo y la más que probable cautela de los inversores van a repercutir en el valor de los inmuebles. Los que se dedicaban al alquiler turístico han dejado de ser un negocio rentable, al menos a corto plazo, y el resto han visto cómo se reducen las expectativas de demanda, lo que con toda seguridad se traducirá en una bajada de precios.
En consecuencia, los considerados hasta hace bien poco mayores desafíos urbanos de nuestro tiempo, han pasado a un segundo plano. Las dificultades para acceder a una vivienda asequible y los elevados niveles de contaminación del aire se han visto desplazados, con cierta lógica, por cuestiones como la emergencia sanitaria o la crisis económica. Pero que hayan salido del debate público no significa que hayan desaparecido. Siguen ahí y, de hecho, pueden verse agravados en función de las medidas que se adopten para afrontar el largo periodo de convivencia con el virus que tenemos por delante.
Y aquí se plantea un debate decisivo que va a determinar el futuro de nuestras ciudades y, por tanto, la posibilidad de estar en mejores o peores condiciones para hacer frente a otra posible pandemia y, sobre todo, a la ineludible crisis climática.
La derecha tiene claro su modelo: el de Esperanza Aguirre. Ciudad extendida. Vivienda unifamiliar y coche en el garaje. Así estaremos protegidos y podremos mantener la distancia social. Si hay que recluirse, mejor en una casa a las afueras con jardín. Si hay que moverse sin riesgo de contagiar y de contagiarse, mejor en un vehículo particular que en el transporte público. Sabemos perfectamente que tales soluciones no harían más que agravar nuestros problemas pero pueden calar en el imaginario colectivo.
Es precisamente ese imaginario el que debemos contrarrestar desde los sectores progresistas para definir y explicar (de manera comprensible) nuestra alternativa. Tenemos el reto de plantear soluciones integrales que atiendan al conjunto de demandas de la vida cotidiana. Porque la otra, aun siendo equivocada y excluyente, sí lo hace. Y corremos el riesgo de que el espejismo de las bicis, las peatonalizaciones y las bajadas (coyunturales) del precio de la vivienda nos hagan perder de vista que las prioridades siguen siendo las mismas. Añadiendo ahora también la de realizar nuestras actividades cotidianas guardando una mayor distancia espacial, que no social, entre nosotros.
Una solución de trazo grueso solo puede ser contrarrestada con otra de las mismas características. Frente a la dispersión, la ciudad densa, compacta y bien equipada. Con mezcla de usos y de funciones. Por paradójico que pueda resultar, los tejidos densos y compactos son los más resilientes ante una crisis. En primer lugar, porque reducen la ocupación del suelo y con ello las infraestructuras y las redes de suministro, lo que se traduce en una mayor eficiencia en la utilización de los recursos. En segundo lugar, porque garantizan el acceso a los servicios básicos sin necesidad de largos desplazamientos, lo que hace que disminuyan las emisiones. A su vez, posibilitan la existencia de equipamientos y servicios de transporte público (que por debajo de determinados ratios de demanda no son asumibles) así como la subsistencia del comercio de proximidad.
Respecto de la vivienda, hoy son todavía más necesarias políticas integrales de mejora de la calidad residencial y urbana, que trasciendan la mera rehabilitación. Mejorar las condiciones energéticas, espaciales y de accesibilidad de los hogares para garantizar una vida digna. No se trata de que todos nos vayamos a un chalé, algo que por otra parte no es posible, sino de que vivamos mejor en nuestra casa y en nuestro barrio. Es la manera de evitar que las posibilidades habitacionales de pasar el confinamiento sean otro factor que agrave la desigualdad.
En un reciente editorial del New York Times, titulado “The cities we need” (Las ciudades que necesitamos), se decía que “la crisis ha provocado una serie de fantasías sobre abandonar las ciudades por completo, arraigadas en la idea de que todos estaríamos mejor al menos un poco más separados: el distanciamiento social como la salvación de la sociedad”. No podemos consentir que ese sea el futuro que nos espera. Queremos volver a las calles y transitarlas llenas de vida y de actividad. Queremos volver a las calles y encontrar espacios dignos de tal nombre.