Vuelvo a casa por Navidad y no me entero de nada. Ya no soy residente habitual en el país. Mi hijo tiene un seguro médico alemán y como soy así de previsora, se me ha olvidado la tarjeta sanitaria justo encima de la mesa, lista para meterla en nuestro equipaje. Lleva tres días con fiebre. Vamos al médico.
En las urgencias esperamos casi cuatro horas porque los centros de salud vecinos han sido cerrados. No entendemos porqué, pero en el pueblo el sistema funciona por “la vez”, es decir, por orden de llegada. En urgencias debería ser el personal médico quien decida qué personas entran antes y cuáles después, dependiendo de la edad, la enfermedad, el estado de salud. Pero a no ser que alguien venga con la cabeza debajo del brazo, nada. Junto a nosotros, todavía peor, espera un bebé de varios meses. Damos por hecho que el sistema simplemente ayuda a mantener la paz social y evitar agresiones. Es nuestro turno.
Nos informan de que sin tarjeta sanitaria, “no saben”. La doctora reconoce a mi hijo. Tiene amigdalitis y necesita tomar un antibiótico. “No le puedo hacer una receta”, asegura. Le contesto que si así fuese necesario, podemos pagar una factura, aunque sepa que la atención a menores y de urgencia es gratuita. La facultativa parece no haber tenido muchos casos como el nuestro antes. “Creo que ni siquiera aunque tuviesen la tarjeta aquí podría hacerles una receta, porque los medicamentos son financiados por el sistema andaluz de salud cuyo presupuesto como sabrá sale del dinero de los contribuyentes”. Después de soltarnos este discurso falso y de preguntarme si sé leer en español (¿Tanto ha cambiado mi acento? ¿Sabe ella misma leer leyes y decretos?), nos da un parte de alta y nos dice: “Vayan a la farmacia y traten de comprar el medicamento, no les puedo decir otra cosa”. Tocamos el timbre porque es la de guardia.
Una chica muy joven nos atiende. “Este medicamento no se puede vender sin receta” nos explica sin inmutarse. Eso ya lo sabíamos, pero llevamos el informe del médico. Insistimos en que queremos comprar penicilina para un niño enfermo y no psicotrópicos. Qué sé yo. “El sistema no me deja venderlo si no introduzco la receta”, repite como un papagayo. Empezamos a impacientarnos. La amenazo con denunciarla, a ella y al médico que nos atendió, por negligencia. El sistema, de repente, sí le permite vender amoxicilina sin receta. Volvemos a casa a media noche.
Al día siguiente, tratamos de aclarar la situación por si la enfermedad se complicase. En el centro de salud, el director nos asegura que “en ningún sitio van a dejar de atenderles de urgencia por no tener tarjeta sanitaria consigo”. Al mismo tiempo nos explica que los médicos no pueden hacer recetas en nuestro caso. No entendemos nada. Si no te hacen una receta, no te venden un medicamento. Al final nos asegura que él es experto es en medicina, no en “cuestiones administrativas”. Es evidente que nadie tiene ni idea en todo el centro de salud. Nos vamos sin una solución.
Después de casi una década de crisis y años de recortes, el cacao legislativo parece ser monumental. En la sanidad, ni los propios facultativos se aclaran. En pueblos pequeños como el mío, la exclusión sanitaria parece haber llegado de la peor forma, ya que es ilegal no atender de urgencia y sobre todo en el caso de un menor. Desde nuestra posición privilegiada, se trata de una broma de mal gusto. Para otras personas que viven aquí de forma habitual se trata más bien de un apartheid silencioso. Apretamos los dientes muy fuerte.
Ya no sabemos nada. Si podremos volver algún día. No reconocemos este país que no atiende en la consulta del médico. En realidad sí reconocemos que es el mismo país que mantiene a inmigrantes sin papeles y sin derechos trabajando en el campo y en los cuidados. Pero al mismo tiempo es un estado mucho más brutal, que ha tratado de denegarles el derecho a la sanidad y que ahora solo se lo garantiza con un documento especial, marcados. Se han dado cuenta de que es más rentable tenerlos a punto para explotarlos mejor. No entendemos nada, nos sentimos excluídos.
Somos huéspedes aquí y en el país al que hemos emigrado. Mientras tanto, tenemos que escuchar estos días un montón de hipocresías de parte de un jefe de estado que no ha elegido nadie, y de una jefa, Merkel, a quien han elegido otros y que hace poco ha aprobado una ley para excluir a inmigrantes europeos pobres. Respiramos incertidumbre, rabia, asco, indignación.