En este último año hemos vuelto a ver imágenes que nos recuerdan demasiado a aquella guerra de Irak en la que el ejército estadounidense asesinó al reportero español José Couso. Muerte, destrucción y una marea de hombres, mujeres y niños obligados a dejar, repentinamente, sus vidas más o menos felices para convertirse en tristes refugiados. Un país, Ucrania, invadido por una gran potencia mundial que se ampara en excusas y falsedades para arrasarlo. Censura y propaganda ejercida por ambos bandos. Periodistas que mueren en el campo de batalla, reporteros detenidos irregularmente y otros que son asesinados deliberadamente por la nación agresora. El mundo entero sigue la guerra entre Rusia y Ucrania con el mismo interés con el que contempló en 2003 la destrucción de Irak a manos de las tropas de George W. Bush.
La proximidad geográfica y cultural, las consecuencias provocadas en los mercados energéticos y financieros, así como el poder nuclear de la Rusia de Putin justifica ese interés. La ausencia de unos motivos tan poderosos explica, pero no justifica, que nuestra sociedad, teledirigida por la clase política y los medios de comunicación, no preste una atención proporcional al drama humano vivido en otros conflictos bélicos como los de Yemen, Afganistán o Palestina. En estos y otros escenarios se siguen generando destrucción, muerte, sufrimiento y grandes oleadas de refugiados. Refugiados que no hemos acogido con los brazos abiertos tal y como hemos hecho acertadamente con los ucranianos. Para quienes tienen diferente color de piel y rezan a otro dios no solo no ha habido una mínima política de acogida, sino que hemos permitido y promovido que naciones como Marruecos, Libia y Turquía actúen como diques de contención en los que hoy se les sigue maltratando, humillando, asesinando y violando. El diputado ultraderechista español Hermann Tertsch verbalizó la posición del neofascismo mundial en este tema: “En Ucrania son refugiados de verdad. Son blancos y cristianos”. El gran problema para las democracias mundiales no es que un ultraderechista lance ese mensaje abiertamente racista. Lo que debería preocuparnos es que la Unión Europea y Estados Unidos, aunque no lo digan públicamente, están siguiendo el criterio de Tertsch.
No hay criminales de guerra entre “los nuestros”
Ucrania ha puesto sobre la mesa otro tema esencial, presente en todos los conflictos bélicos: el incumplimiento de la legislación internacional. Políticos y tertulianos han defendido la necesidad de que Vladímir Putin sea juzgado por crímenes de guerra. Viendo lo ocurrido durante esta invasión, no parece que les falten argumentos y pruebas para sostener dicha acusación. Aunque solemos olvidarlo, ni siquiera en las guerras vale todo. La sociedad internacional se ha ido dotando de una serie de convenios y leyes, unas normas mínimas que los contendientes no pueden ni deben rebasar. Atacar objetivos civiles, asesinar o torturar prisioneros, bombardear hospitales o violar mujeres entra dentro de esas líneas rojas. Putin ha hecho méritos de sobra para ser, al menos, investigado por crímenes de guerra. La pregunta que surge a continuación es por qué en otros conflictos similares no se ha hecho ese mismo planteamiento. ¿No invadió George W. Bush un país soberano como era Irak? ¿No lo hizo en contra del criterio de la ONU y amparándose en una doble mentira: Sadam tiene armas de destrucción masiva y Sadam colabora con Al Qaeda? ¿No causaron las tropas estadounidenses miles de víctimas civiles, muchas de ellas de forma intencionada? ¿No torturaron prisioneros de guerra en recintos siniestros como Abu Ghraib o Guantánamo? ¿No está haciendo lo mismo Israel en Palestina o Arabia Saudí en Yemen? Siendo así, ¿podemos defender que Putin es un criminal de guerra mientras miramos para otro lado ante las atrocidades perpetradas por Washington, Tel Aviv o Riad?
Esa doble vara de medir daña profundamente la credibilidad de nuestro mundo democrático. No podemos dar lecciones a los demás de ética y exigir respeto a los derechos humanos sin predicar con el ejemplo. Denunciar el agravio que sufren los refugiados sirios o yemeníes no es minusvalorar el dolor de los ucranianos. Apuntar los posibles crímenes de guerra cometidos por Estados Unidos, Arabia Saudí o Israel no es justificar las atrocidades perpetradas por Putin. Solo se trata de ser coherente y justo. Y solo así, sin justificar a “nuestros malos”, puede que logremos fortalecer los debilitados y amenazados sistemas democráticos en que vivimos.
Cumplir siempre la legislación internacional
Esa coherencia la llevan ejerciendo 20 años la familia, los amigos y compañeros de José Couso. Sabedores de que el reportero de Telecinco fue asesinado deliberadamente por las tropas estadounidenses, decidieron luchar para evitar que el crimen quedara impune. Era y sigue siendo mucho más que una batalla por Couso. Era y sigue siendo una defensa del derecho a la libertad de prensa y un enfrentamiento, cara a cara, contra quienes violan la legislación internacional.
Antes de nada, disipemos cualquier duda sobre lo que dicen o no las leyes que la mayor parte de los países juraron respetar. Robin Geiss, experto jurídico del Comité Internacional de la Cruz Roja, explica con claridad la protección que el derecho internacional humanitario brinda a los periodistas en los conflictos bélicos: “En su condición de civiles, el derecho internacional humanitario protege a los periodistas contra ataques directos, salvo que participen directamente de las hostilidades y mientras dure tal participación. Las infracciones de esta norma constituyen una violación grave de los Convenios de Ginebra y del Protocolo adicional I. Además, dirigir un ataque contra un civil de manera intencional –ya sea durante un conflicto armado internacional o no internacional– también equivale a un crimen de guerra de conformidad con el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional”.
Siendo así de clara la protección legal con que cuentan los periodistas, tan solo nos quedaría recordar lo ocurrido en Bagdad aquel 8 de abril de 2003. José Couso y el cámara ucraniano Taras Protsyuk no murieron en medio de un combate. No perecieron “porque la guerra es un lugar peligroso”, como dijo el entonces presidente Bush, mientras José María Aznar le aplaudía la ocurrencia. No fueron víctimas del fragor del combate, de un obús perdido ni de una equivocación. Sus muertes no fueron parte de esos “gajes del oficio” que todos los que somos o hemos sido corresponsales de guerra aceptamos conscientemente. Aunque llevamos 20 años explicándolo, recordemos nuevamente los hechos acaecidos ese día para evitar que el olvido deje espacio a las falsedades y las medias verdades de quienes justifican este y otros crímenes de guerra.
1.- El blindado estadounidense que disparó sobre el Hotel Palestina llevaba horas inmóvil, en un puente sobre el río Tigris. Un largo periodo de tiempo en el que varios centenares de periodistas le grabábamos, sin escondernos, a pecho descubierto, desde decenas de balcones del hotel. Horas en las que sus ocupantes nos estuvieron observando y pudieron confirmar que, tal y como sabían hasta en el último puesto de mando norteamericano, el Palestina era el centro de la prensa internacional.
2.- El ataque contra el Palestina no fue el único que se perpetró esa mañana contra la prensa internacional. Los blindados estadounidenses ya habían disparado antes contra las sedes de Al Jazeera y Abu Dhabi TV, asesinando a otro periodista e hiriendo a tres más. Los militares comandados por Bush también sabían perfectamente que se trataba de edificios en los que la única amenaza provenía de bolígrafos, libretas, micrófonos y cámaras.
3.- El Ejército de Estados Unidos cambió dos veces de versión según se iban desmintiendo las anteriores: la estrategia habitual de todo buen mentiroso. Primero dijo que había recibido “fuego hostil” desde la base del hotel. Al resultar evidente que ese “argumento” no justificaba su ataque contra la planta 15 del edificio, corrigió el relato y afirmó que estaban disparando a sus tropas desde la azotea del Palestina. Cuando los centenares de periodistas alojados allí, estadounidenses y británicos incluidos, aseguramos que no se había producido disparo alguno, el ejército de EEUU volvió a cambiar de versión y apuntó su última tesis: en un balcón había un “oteador”, un hombre con prismáticos que estaba “delatando” la posición de sus tanques. Un argumento igual de falso que los anteriores y que rozaba el ridículo porque desde media ciudad de Bagdad, con solo tener dos ojos, era posible divisar perfectamente a esos blindados detenidos durante horas en mitad del puente.
4.- El militar que mandaba el blindado que disparó contra el Palestina aseguró, posteriormente, que no había visto en ningún momento a periodistas en los balcones. Hay horas y horas de grabaciones, miles de fotografías y cientos de testimonios que demuestran la falsedad de tal afirmación.
El motivo del ataque
A menos que algún oficial estadounidense decida contar la verdad, es muy probable que nunca sepamos por qué las tropas de George W. Bush decidieron asesinar reporteros aquel 8 de abril. Solo hay dos teorías suficientemente consistentes, aunque quizás la respuesta pueda estar en una combinación de ambas.
Teoría 1. Estados Unidos quiso destruir los tres puntos desde los que se estaban retransmitiendo imágenes en directo del avance de sus tropas. En 2003 ni existían las redes sociales ni era tan fácil como lo es hoy difundir fotografías o vídeos en tiempo real. Esa posibilidad quedaba limitada, casi por completo, a las agencias de noticias televisivas y a las grandes cadenas. En el caso de la capital iraquí las todopoderosas BBC o CNN contaban con equipos limitados y con restricciones impuestas por el régimen de Sadam. Por ello solo dos cadenas árabes: Al Jazeera y Abu Dhabi TV tenían autorización para disponer de sedes propias desde las que retransmitían en directo el día a día de la guerra. El resto de la prensa internacional nos concentrábamos en el Hotel Palestina, edificio en el que solo la agencia Reuters estaba ofreciendo imágenes en directo en el momento del ataque. Poco después del amanecer los blindados estadounidenses dispararon contra los edificios en los que trabajaban las dos televisiones árabes. Horas más tarde lanzaron un obús contra el cuartel general que la agencia Reuters tenía en la planta 15 del Hotel Palestina, dañando también el balcón superior y el inferior en el que se encontraba trabajando Couso. El plan se había completado. Los monitores en los que todo el planeta contemplaban las imágenes en directo de Bagdad se fueron a negro. Tres periodistas habían muerto y otros siete habían resultado heridos.
Teoría 2. Estados Unidos quiso silenciar y amedrentar a la prensa internacional que no estaba bajo su control. Desde que empezó a preparar la invasión, Washington diseñó su estrategia de información y propaganda. Para controlar las crónicas y las imágenes que se ofrecían desde el campo de batalla trató de que solo hubiera periodistas en su área de influencia. Así, en la zona controlada por las tropas angloestadounidenses no se permitía a los reporteros moverse libremente. Si alguien quería contar lo que ocurría tenía que ir “empotrado” con las propias unidades militares. Eso requería ya una primera criba porque los invasores aceptaban o vetaban a los periodistas que solicitaban acompañarlos en el avance. Los que lo lograban tenían que ceñirse a unas normas muy estrictas que coartaban enormemente su libertad de movimiento y, por tanto, su capacidad de informar adecuada y verazmente. Todos realizaron un magnífico e insustituible trabajo. Un trabajo que a algunos, como nuestro querido Julio Anguita Parrado, les costó hasta la vida. Sin embargo, ellos mismos fueron siempre conscientes de la censura directa e indirecta que sufrían. Las tropas les decían dónde, cuándo y en qué condiciones podían moverse.
En esta estrategia sobrábamos los periodistas que nos encontrábamos en zona iraquí. Por ello, antes de que comenzara la guerra el Pentágono lanzó numerosos mensajes amenazantes a quienes informábamos desde Irak y nos instó a abandonar el país. Sadam nos iba a tomar como rehenes. Sadam iba a usar armas químicas que provocarían nuestra muerte… Patrañas que calaron en algunos colegas, especialmente entre los norteamericanos. Ese objetivo se tradujo también en la presión atroz que algunos directivos de medios de comunicación españoles afines al gobierno de Aznar ejercieron sobre sus corresponsales. Quienes allí estuvimos compartíamos las llamadas que íbamos recibiendo. “Tenéis que salir de allí ahora mismo. Van a arrasar Bagdad”, me dijo repetidas veces Ernesto Sáenz de Buruaga, director de informativos de Antena 3 TV, la cadena para la que yo trabajaba. “No te lo estoy pidiendo, te lo estoy ordenando… marchaos de allí”, añadió en una conversación posterior. Ángela Rodicio de TVE y otros compañeros y compañeras recibieron presiones igual de intensas. Cuanto más afín al gobierno de Aznar era el medio, más extremos eran los intentos de empujarnos a tirar la toalla antes de empezar. Sabíamos que más que interesarse por nuestra seguridad, lo hacían por cumplir las instrucciones que habían recibido de la Moncloa. Los colegas de diarios, radios y televisiones ajenos a la órbita gubernamental solo recibieron de sus jefes mensajes bienintencionados de preocupación, comprensión y solidaridad. Les animaban a irse, a no correr riesgos, a no pensar en el medio para el que trabajaban sino en sus familias.
A 4.000 kilómetros de distancia de nuestras redacciones y a las puertas de una guerra no existía la competencia. Unos y otros compartíamos aquellos mensajes que llegaban desde despachos enmoquetados ubicados en Madrid, Sevilla o Barcelona. “No nos podemos ir”, me dijo José Couso en aquellas inciertas horas. “Tenemos que quedarnos para contar lo que ocurra”. Él era plenamente consciente de la importancia que tenía su trabajo. Importancia para la sociedad española, que merecía recibir información de primera mano. Importancia también para los iraquíes que necesitaban testigos que relataran, con independencia y rigor, lo que el destino les deparara. Y por eso nos quedamos. Decenas de periodistas incómodos seguíamos en Bagdad aquel 8 de abril. La propia información que se filtraba desde el alto mando invasor reflejaba una enorme preocupación por lo que pudiera ocurrir en la capital iraquí. La enorme superioridad militar de estadounidenses y británicos se reduciría considerablemente en una eventual guerra urbana, librada casa por casa. Era presumible una campaña larga y sangrienta que se vería perjudicada por la difusión de imágenes de las víctimas civiles iraquíes.
En ese contexto, atacar en unas pocas horas los tres únicos edificios en los que trabajaba la prensa internacional supuso una advertencia y un acto de amedrentamiento contra los periodistas que, a partir de ese momento, tuvimos que preocuparnos por nuestra seguridad tanto o más que por hacer nuestro trabajo. El objetivo, en este caso, no se cumplió. Primero porque fue innecesario ya que no se produjo la esperada resistencia armada iraquí y la ciudad cayó en pocas horas. Segundo porque, tras ver morir a nuestros compañeros, los periodistas nos conjuramos para seguir informando... pasara lo que pasara.
La lucha por la Verdad, la Justicia y la Reparación continúa
Si aquel 8 de abril de 2003 alguien nos hubiera contado los avatares judiciales y políticos que marcarían el caso Couso, no nos lo habríamos creído. Han sido 20 años en los que Goliat se ha defendido de David aprovechándose no solo de su enorme diferencia de volumen y poder, sino actuando como un matón insensible, tramposo y corrupto. Un Goliat que, salvo por aplicarse una fina capa de maquillaje, se ha comportado de la misma manera cuando sus hilos eran manejados por dos gobiernos del PP, por otro del PSOE y por el actual de coalición entre los socialistas y Unidas Podemos.
2003 y 2004 fueron los años del desprecio. Aznar justificó la muerte del reportero, se puso del lado de su amigo Bush y despreció a todos aquellos que exigían, simplemente, que se investigara lo ocurrido. Couso se convirtió muy pronto en una víctima de tercera. Su familia, sin embargo, comenzó su lucha en los tribunales y la Audiencia Nacional se hizo cargo del asunto. A pesar de que el Gobierno del PP utilizó torticeramente a la Fiscalía para intentar archivar el caso y presionó al magistrado responsable de la investigación, se fueron acumulando pruebas y testimonios indicando que lo ocurrido en Bagdad había sido un crimen de guerra.
Entre 2004 y 2011 fueron los años de la hipocresía política. El PSOE había llegado al poder tras pedir “Justicia para Couso” y comprometerse a facilitar la investigación desde la Moncloa. De cara a la galería se hicieron gestos de acercamiento y de comprensión hacia la familia. Lo que ocurría de puertas adentro solo lo pudimos conocer unos años más tarde, gracias a las filtraciones de Wikileaks. El gobierno socialista no solo no ayudó, sino que mantuvo una actitud cómplice con las autoridades estadounidenses. Los documentos que vieron la luz en 2010 demostraban que el ejecutivo presidido por Zapatero veía con preocupación los avances judiciales en el caso. El juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz reunió tantas evidencias que terminó procesando a tres militares norteamericanos y dictando sendas órdenes de búsqueda y captura internacional contra ellos. La documentación revelada por Wikileaks demuestra que el gobierno del PSOE maniobró contra el magistrado y trató de ayudar a los criminales. El entonces Fiscal General del Estado, Cándido Conde-Pumpido, se reunió varias veces con el embajador estadounidense para tranquilizarle, asegurarle que los fiscales “seguirían oponiéndose” a la orden de detención y que el caso acabaría siendo archivado. Por si en Washington no quedaban suficientemente satisfechos, la mismísima vicepresidenta, Mª Teresa Fernández de la Vega, también rindió pleitesía al embajador al que le dijo “estar muy implicada en el seguimiento del caso, al que prestan atención los más altos cargos del Gobierno español”. De la Vega llegó a adelantarle las intenciones del ejecutivo de recurrir el auto de Pedraz. Una decisión que se consumó en mayo de 2007 a través de la fiscalía.
2011-2018. Si no puedes manipular a un juez, cambia la ley. En enero de 2011 el magistrado Santiago Pedraz dio el paso definitivo en su investigación y viajó hasta Bagdad. Visitó la habitación en la que grababa Couso cuando resultó mortalmente herido, recorrió el puente desde el que disparó el blindado estadounidense… El juez y una valiente secretaria judicial pusieron en riesgo su vida, en una ciudad sumida en el caos y la inseguridad, para conocer la verdad. Meses después, Pedraz reafirmó su conclusión: había pruebas suficientes para considerar los hechos un crimen de guerra y para juzgar a sus responsables. Con el Partido Popular de nuevo en la Moncloa, frenar la vía judicial del caso Couso se convirtió en una prioridad. Constatando la independencia y profesionalidad del juez, así como la contundencia de las pruebas, el gobierno de Mariano Rajoy optó por una solución tan drástica como antidemocrática: cambiar las reglas del juego a mitad del partido. Rajoy modificó la ley en 2014, a través de una reforma exprés, y acabó de un plumazo con la llamada Justicia Universal. De nada sirvió que expertos juristas, asociaciones judiciales y organizaciones como Amnistía Internacional consideraran que la modificación era de dudosa legalidad porque atentaba contra el derecho internacional. De la noche a la mañana, nuestros tribunales no podían investigar ni juzgar casos de genocidio, crímenes de guerra y de lesa humanidad, salvo que el autor fuera español. La reforma tenía además carácter retroactivo lo que suponía una intromisión sin precedentes del Poder Legislativo en el trabajo del Poder Judicial que tenía varios casos abiertos en aquellos momentos.
Santiago Pedraz se negó inicialmente a archivar el caso Couso al mantener que el derecho internacional seguía prevaleciendo sobre el interno. Su resistencia terminó un año después, cuando el Tribunal Supremo dictó jurisprudencia al impedir que se juzgara el genocidio perpetrado por China en el Tíbet. “Casualmente” el miembro del alto tribunal que llevó ese caso y que dio la puntilla definitiva a la Justicia Universal fue Cándido Conde-Pumpido, aquel fiscal general del Estado “socialista” que se dedicaba a complacer los deseos del embajador estadounidense. En el auto en el que comunicó su inevitable decisión de archivar el caso, Pedraz reiteró que la muerte de Couso fue un crimen de guerra contemplado en el Convenio de Ginebra y añadió que “el delito quedará impune, aunque existan múltiples esfuerzos y recomendaciones para perseguirlo”. El magistrado advertía de la indefensión que, a partir de ese momento, tendrían los civiles españoles que tengan que desplazarse a una zona en conflicto: “Ante crímenes contra periodistas, cooperantes o personas españolas consideradas como población civil”, ni la Fiscalía ni los familiares de las víctimas podrán instar la apertura de diligencias en España para “identificar a la víctima, solicitar la autopsia o investigar cómo acontecieron los hechos”. De las palabras de Pedraz se deducía que se abría una barra libre para que cualquier combatiente pueda asesinar españoles sabiendo que no tendrá que pagar precio alguno por ello. Una barra libre que hoy sigue abierta.
2018-2023. La ignominia continúa. Tras ratificar el Tribunal Constitucional el archivo del caso, la familia de José Couso recurrió al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Sin embargo, la llegada al poder del PSOE en 2018 y la posterior coalición gubernamental con Unidas Podemos pareció abrir una nueva vía. Ambos partidos se habían comprometido, en su acuerdo de gobierno, a derogar la reforma de 2014 y regresar a la senda de la legalidad internacional restaurando la Justicia Universal. Nada de eso ha ocurrido. Es más, cuando en enero de 2020 la Audiencia Nacional condenó al Estado español por no haber brindado la debida protección diplomática a la viuda y los hijos de José Couso, el gobierno de coalición PSOE-UP se mostró en desacuerdo y recurrió al Tribunal Supremo. No le sirvió de nada; un año después el alto tribunal ratificó de forma contundente la decisión de la Audiencia Nacional. En su sentencia, el Supremo afirmaba que el Estado “estaba obligado a hacer gestiones en pro de una investigación internacional objetiva de los hechos y, en su caso, utilizar los medios que estimara procedente que pudiera dar como resultado la reparación del daño ocasionado”. Por ello, criticaba que, en lugar de eso, diera “la callada por respuesta” o se limitara “a dar por buenos los argumentos dados en contra de la ilicitud del hecho por el Estado que lo ocasionó”.
Han pasado más de tres años desde que se formó el gobierno de coalición y cinco desde que Pedro Sánchez es presidente, pero España sigue manteniendo el criterio de Injusticia Universal aprobado por el PP en 2014. Las promesas de acabar con la impunidad de los criminales de guerra y de los genocidas siguen guardadas en un cajón, quizás a la espera de ser rescatadas en la próxima campaña electoral o cuando PSOE y UP regresen a la oposición. En este contexto, la familia, compañeros y amigos de José Couso saben que si algún día hay Justicia, será porque llegue impuesta desde Estrasburgo. La última palabra la tiene el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que está investigando el caso. Allí la batalla tampoco está siendo fácil. El “gobierno de progreso” español está peleando para que se rechace el recurso presentado por los letrados de la familia.
Couso somos todos
La resolución final que dicte el TEDH nos afectará a todos porque lo que está en juego no es la suerte o la desgracia de una familia. Lo que está en juego es el cumplimiento o la violación institucionalizada de la ley. La sentencia dirá si perseguimos todos los crímenes de guerra o solo aquellos que les interesen a determinados gobiernos. El veredicto establecerá si la Unión Europea defiende la libertad de información o si establece una peligrosa excepción, diseñada al gusto de sus aliados estadounidenses. La decisión determinará si hay o no personas con licencia para asesinar periodistas, cooperantes o civiles impunemente. El fallo, en definitiva, servirá para demostrar si en Europa, a diferencia de lo que ocurre en España, todos somos iguales ante la ley.