Otra vez andamos en el ficticio cierre de etapa que marca el calendario. El año 2021 amaneció bravo, demostrando que nunca hay que confundir los deseos con la realidad ni dar por concluidos los problemas sin base que lo sustente. La pandemia de coronavirus, que había bajado a niveles mínimos de incidencia poco antes del verano –por el confinamiento y otras medidas de contención–, se reactivó en el vano intento de “salvar” el turismo y las vacaciones. Con los puentes del consumo de diciembre y las navidades ocurría ya lo mismo. Las vacunas entraron de lleno con el año generando inmunidad contra el virus y de nuevo bajaron los contagios y la gravedad de los infectados. Las otras pandemias seguían intactas e incluso estallaron con doble virulencia. Y así empezaba un año de contrastes y destino incierto. Nada ha terminado, salvo las vidas trágicamente truncadas, por la enfermedad o cualquier otra causa.
El 6 de enero nos trajo un par de regalos que marcaban la impronta del nuevo ciclo. En EEUU, fanáticos seguidores de Donald Trump asaltaron el Capitolio porque no aceptaban el resultado de las urnas. Entraron como el elefante en la cacharrería pisoteando la democracia. Aviso importante al mundo entero que apenas ha sido tenido en cuenta.
En España empezó a nevar sin medida. La borrasca, a la que llamaron Filomena, ocasionó grandes estragos en nuestro país. En Madrid se eternizaron como si hubiera descargado toda entera en la capital por la caótica gestión del Ayuntamiento. Encima se añadió una ola de frío polar. Temperaturas gélidas de récord, hasta 21º bajo cero en Teruel. Volvieron los confinamientos por la obstrucción de calles y carreteras y la suspensión del transporte público.
Parecía la crónica del fin del mundo, dijimos, pero no lo era. Porque volvieron los que nunca se habían ido. Continuaron acudiendo al trabajo, a curar y cuidar de todos, incluso obligados a andar en caminatas de varios kilómetros. Montaron redes para limpiar las calles de nieve o ir a buscar a casa a quienes no podían salir y les urgía hacerlo. Seguían allí los que construyen, aquellos en los que podemos confiar.
Pablo Casado arrancó el año en ese alocado desparrame que ha caracterizado su presencia pública. Con la mirada puesta en tumbar al Gobierno y, sobre todo, en la sugerente imagen del botín europeo, los fondos anticovid, por los que ha porfiado todo 2021, yendo incluso a Bruselas a calumniar y malmeter contra el ejecutivo de coalición. No le hicieron el menor caso.
El presidente del PP ha mentido prácticamente a diario. Podría editarse un libro con las barbaridades que ha dicho sin pestañear. Todos tenemos en el recuerdo el hit parade de sus más absurdas invenciones. Tiene tal costumbre de faltar a la verdad que en la entrevista estelar en el Telediario de TVE de octubre dijo una mentira cada 2 minutos, 13 en media hora, según contabilizó el periodista de Infolibre Fernando Varela. Se ha convertido en costumbre que las entrevistas a políticos no sean sino una oportunidad para que incrusten consignas y en su caso calumnias sin rebatidos.
La propaganda apenas camuflada, la desinformación rotunda, es causa directa de los males que nos aquejan. Sin duda ayudó a fraguar el triunfo arrasador de Isabel Díaz Ayuso en las elecciones anticipadas de Madrid. Pasó de haber cosechado el peor resultado de la historia del PP en esa comunidad –aquí tienen los datos– a ganar casi por mayoría absoluta para hacer y deshacer a su gusto con sus colegas ideológicos de Vox. Allí, junto a la glorificación de las cervezas, quedó su destrozo de la sanidad pública, la chulería contra sus oponentes o la masacre de los geriátricos. Baste una reflexión: en la campaña electoral se habló más en los medios de su rebaja de impuestos, especialmente del ahorro en las herencias, que de los más de 7.000 ancianos muertos sin asistencia médica. Muchos dicen que se tenían que morir, dando idea del germen infeccioso que ha calado en algunas cloacas de esta sociedad. Porque ese desastre fue decidido, firmado e impuesto.
Pablo Iglesias decidió abandonar la política activa. Dimitió como vicepresidente del Gobierno de España y se presentó por Madrid, tras recibir una carta con balas y amenazas de muerte para él y su familia. El hecho ha quedado sin autoría porque –dicen– perdieron la pista. Ayuso arrasó e Iglesias se fue. Y aún le siguieron añorando para perseguirle en ese contrasentido que es la “oposición” mediática.
Le sustituyó como vicepresidenta Yolanda Díaz, la política más valorada, figura emergente que incluso ha logrado, por primera vez en 30 años, una reforma laboral por consenso de todos los agentes sociales. Incluida la CEOE. Falta su aprobación en el Parlamento. La rabia se plasmaba en la prensa entregada a la actividad política al punto de titular “Garamendi, marqués de la sumisión”. Esta es otra inmensamente ponzoñosa epidemia que padecemos.
El Gobierno en pleno ha conseguido aprobar los presupuestos generales y que sean con el mayor gasto social en mucho tiempo. Por cierto, el PP, por boca de la europarlamentaria Dolors Monserrat, ha elegido el mismo día para intentar desacreditar en Europa las cuentas españolas, cuando entre sus logros cuenta el haber sido el primer país de la UE en acceder a los codiciados fondos europeos tras ofrecer un programa convincente de aplicación. El Ejecutivo progresista ha aprobado la subida del salario mínimo y leyes para regular la eutanasia o la libertad sexual y ha logrado una vacunación masiva. Pero los medios convencionales presentan, en sintonía con la derecha y ultraderecha, un panorama catastrofista. Mientras, los periodistas que pretendemos informar sentimos hasta una especie de pudor para hablar de los avances tangibles, quizás porque siempre falta algo.
2021 ha sido el año de los magos, adivinadores y otros “expertos” similares que pueblan los medios. Ya se titula con verbos como “vaticinar” o “pronosticar” como si fuera información. La ciencia y el periodismo huyen a zancadas dejando indefensa a esta sociedad. A la que engulle lo que le echen sin buscar, o encubre su miedo con bulos.
De ahí que haya sido también el año del apogeo de la verborrea nada inocente de la ultraderecha que ha tiznado el Congreso de los Diputados. La Cámara de la soberanía popular se ha pringado de sus insultos e insidias. La derecha del PP tampoco se ha quedado atrás. Y todo con la permisiva mirada de la presidenta Meritxell Batet, que sin embargo se aplicó en inhabilitar al diputado Alberto Rodríguez, de Podemos, en una más que dudosa condena y más que dudosa resolución dictada por el juez Marchena. Un episodio realmente penoso que ni siquiera era el primero.
Y es que el Consejo General del Poder judicial sigue intacto, caducado ya más de tres años, porque no le da la gana al PP y el PSOE se deja convencer, según parece. Como ocurrió ya con la escandalosa renovación del Tribunal Constitucional, donde el PP metió dos 'clavos' intragables.
El Rey emérito sigue huido. La justicia suiza no ha encontrado relación directa entre los hechos punibles, dice, y ha sobreseído el caso. Aunque se ha confirmado el origen incierto de su incalculable fortuna y la voluntad de encubrirlo. Nada ejemplar el monarca designado por Franco como jefe del Estado que hoy se fotografía con un mercader de armas en busca y captura internacional. Y encima pidiendo volver a España y bajo sus condiciones. Y una vez más la Corte de Felipe VI le sigue haciendo la ola. Enchufando en la prensa el ventilador de su propia basura.
La corrupción del PP anda en los juzgados, en la investigación policial –donde detectaron sobrecostes en un 80% de 23 adjudicaciones analizadas a donantes de la caja B del PP– y también en el Parlamento. Díganme ustedes en qué país concluye el Congreso que Rajoy y Cospedal ordenaron la Kitchen y nadie se inmuta. Es la obstrucción de las investigaciones judiciales de sus actividades delictivas y creación de dosieres falsos contra sus adversarios políticos. Cuesta seguir llamando partido político al PP y sin embargo ahí lo tienen como si fuera normal.
Biden dilapidó en poco tiempo su triunfo electoral en EEUU con la salida caótica de las tropas norteamericanas de Afganistán, a pesar de que fue Trump quien la había acordado. Se ocasionó un enorme revuelo con la cesión del Gobierno a los talibanes pero allí los hemos dejado abandonados, abandonadas a las afganas sobre todo. Hoy sabemos que les han prohibido los viajes largos salvo si van acompañadas de un hombre. Un desamparo como el que se inflige a tantos otros seres humanos duramente perseguidos por la tiranía o el hambre. Todos y cada uno tienen nombre. Aissata, por ejemplo. Ocho años, “lo primero que le dijo a su padre por teléfono desde el hospital, después de 11 días a la deriva en el Atlántico en una patera, fue 'mamá no está, está en el mar'. Lo contaba en noviembre el periodista de EFE José María Rodríguez. Un impresionante reportaje sobre tres huérfanos de las pateras más que afrontan su recuperación en las islas. Esos que cuando crecen un poco, solo un poco, son demonizados por la escoria ultraderechista.
Iniciamos el año con nieve y lo acabamos con lava ardiente. La que durante tres meses erupcionó en La Palma, arrasando casas, caminos y cultivos. Con un futuro incierto por esas brechas abiertas en pandemias varias que precisan voluntad de resolución. Los grandes intereses internacionales bullen más calladamente sobre el control del gas –en un momento de especial especulación energética–. Rusia y Estados Unidos con la OTAN pugnan en un duro pulso sobre los puntos calientes de la región de Donetsk, Ucrania y Crimea. Por gas y por hegemonía.
Pero en estas fechas se suele prodigar discursos sobre lo majos que somos y los pocos motivos que tenemos para quejarnos en las distintas variedades del espíritu Campofrío. La realidad completa tiene muchos más matices y aristas. Los ciudadanos normales, con eso que llaman alma dentro, hemos llorado, hemos tenido miedo o preocupación. Algunos más: cansancio exagerado, problemas de sueño, ansiedad, depresión. Lo van certificando diferentes estudios sobre el tiempo de pandemia. Prefiero decir pandemias para incluir a todas. En algunos casos afectan a la salud mental, en otros se deben a estados emocionales con motivos tan definidos como la sorpresa, la incertidumbre, los cambios en la forma de vivir o el dolor de las pérdidas reales.
Y ahora otra vez se ha reactivado el coronavirus con la variante ómicron, muy contagiosa, parece que más leve salvo complicaciones y patologías previas. Y vuelve la opción de elegir la bolsa o la vida, la economía o la salud. Y también se engrandece la irracionalidad por el hartazgo de pandemia, la negación de la ciencia, la huida desesperada al bulo que llene lo inexplicable. Su vulnerabilidad que daña a la sociedad en su conjunto.
No mires arriba es la película que ha impactado en las navidades. Una obra magnífica que nos sitúa ante la verdad del neoliberalismo, los intereses de los políticos sucios y bastante tontos, los medios como altavoz y generador, la sociedad del clic y del meme y el rechazo ante los problemas, el juicio precipitado ante la verdad que chirría y se teme. Cada país ha asociado a los protagonistas con ejemplos propios, la presidenta estúpida, el vividor poderoso, la televisión basura poseída por intereses, quienes se prestan a ese fraude. Y las manadas que no ven el cometa destructor porque no miran arriba. Los que, aquí mismo, ven otra cosa porque tampoco dirigen la vista adonde está. Los que siendo duramente retratados en la película creen que es una tesis a su favor.
Hay que mirar. Arriba, abajo, a los lados. Al año que termina y al que empieza. Hay que mirar y ver…. “En medio del odio, descubrí que había, dentro de mí, un amor invencible. En medio de las lágrimas, descubrí que había, dentro de mí, una sonrisa invencible. En medio del caos, descubrí que había, dentro de mí, una calma invencible. [...] En las profundidades del invierno, finalmente aprendí que había, dentro de mí, un verano invencible.” Albert Camus, por si les sirve.