23J, las elecciones de nuestra vida

22 de julio de 2023 00:02 h

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Fue un miércoles, 15 de junio de 1977. La primera vez que voté. Durante años no pudieron hacerlo millones de españoles, mis padres, por ejemplo. Yo era madre de un niño de pocos meses que, no mucho más tarde, comenzó a dar sus primeros pasos de forma autónoma. Me vestí como para un día de fiesta. Lo era. Nosotros también echábamos a andar en esa democracia que se presumía tan difícil. Con fuerza y pasión, sin embargo, como debe hacerse para lograr un buen fin. Aunque siempre quedó la sombra de la tenebrosa historia que España había vivido -yo, desde que abrí los ojos a la vida-, no creí que tantos años después los herederos del fascismo volverían a tener la ocasión de hacerse con el poder. Ni que el caldo de corrupción llegara a ser tan enorme en este país como para que tal cosa pudiera ser posible. Y sé que así nos sentimos muchos. Atónitos y al mismo tiempo indignados por no haber conseguido parar el tsunami que se fue gestando ante nuestros ojos.

Un turbio personaje -que ni dudoso es ya-, carente de escrúpulos a tenor de lo que miente, de esa cadena de falacias en la que no entra una verdad, ha venido siendo favorito en las encuestas para presidir el Gobierno. Si las tales encuestas no están también manipuladas, que será lo más probable. Las voces cómplices dicen que las municipales y autonómicas han sido una censura al Gobierno. Y eso fue un síntoma, aunque no verdad, dado que se juzgaba labores de gobierno locales, no del Estado. Evidenciaron sin embargo el tufo contaminante de la jugada. Que se podía dar mayoría absoluta a la autora de un protocolo de salvaje desvergüenza que en la pandemia dejó sin atención médica hasta la muerte a más de siete mil ancianos a su cargo en los geriátricos. Del mismo partido que el aspirante a la Moncloa, del mismo talante. Es la España de hoy, sin alma. Sin cabeza. Torpe en su infantilidad y su odio inducido.

O no. No, hay otra. Y queda tiempo, horas, para repasar lo ocurrido y lo por venir. Feijóo, el fementido, presidente de un Partido Popular que se aviene a cualquier muda de chaqueta que favorezca sus fines, gobernaría con Abascal, con Vox. Y ya hemos visto lo que hacen, no solo lo que dicen: lo que hacen. Recolectando lo peor de cada casa para puestos en las instituciones. Desde un torero franquista para dirigir cultura a un comisario condenado por torturas para seguridad o una pléyade de ultracatólicas negacionistas de realidades avaladas por la ciencia. Esa moral de los inmorales irreductibles, machismo y censura, cepos económicos en sueldos, pensiones, y servicios, de requisar hasta lecturas, de acrecentar la ruina del cambio climático, tan obtusos como para pedir presas en la sequía,  los de sacar del registro civil a los hijos de parejas homosexuales como se hace ya en la Italia de Meloni, todo eso y más ocuparía puestos máximos de poder también en el gobierno de España de ganar el próximo domingo. Da lo mismo Feijóo que Abascal, lo mismo Vox que el PP. Es una vuelta completa al pasado que dejamos atrás aquel junio de 1977. Atrás, pero sin limpiar en justicia.

El mundo va girando a la derecha y a la ultraderecha contra toda coherencia, en auténtico dislate, después de una pandemia que nos evidenció qué y quienes eran los esenciales. No eran los gritos, sino el trabajo. No, las terrazas, sino la solidaridad callada.  En España, se añade ese poso arraigado del franquismo. Los países que han sufrido largas dictaduras tardan generaciones en recuperarse del daño moral, también de ése, lo hemos comentado a menudo. El miedo y el fomento de la ignorancia profunda son la mejor inversión de los gobiernos corruptos. La ignorancia buscada; porque es eso.

Intelectuales que parecieron progresistas se despeñan en actitudes reaccionarias y llaman extrema izquierda a la socialdemocracia y parecen encontrar vital la unidad de su concepto de Patria y el atar corto, por tanto, a Catalunya y Euskadi. Pocos problemas reales tienen. Lo mismo que votantes que se creyeron socialistas sin serlo. Y se empieza así y se acaba votando a Feijóo y Abascal para que deroguen… la democracia tal como la conocimos. La decencia, sin duda.

Esta campaña electoral ha sido desgarrada en cuanto ha mostrado una degradación extrema en la voluntad del PP de hacerse con el poder a cualquier precio. Hemos visto todos los hilos que se mueven para forzarlo. A los secuaces de la falacia que se atreven hasta a decir que gana un debate el que no va, como el Cid Campeador o, más bien, como el felón Fernando VII. Precisamente cuando su candidato se desmorona. Un hombre que promete no mentir en el Gobierno, cuando no ha hecho otra cosa durante la campaña. Un político con aspiraciones a presidente que veta a periódicos como elDiario.es o El País para sus entrevistas y declara a toda portada en El Mundo: “mi gran objetivo es recuperar la concordia entre los españoles”. Cuando en la realidad de los hechos, miente a todos, insulta a más de la mitad, se propone crispar la convivencia haciendo la vida imposible a los catalanes o pacta con la ultraderecha oficial que perseguirá a todo tipo de minorías. Un tipo que, como solo juega en casa, no va al debate a cuatro de TVE y responde con vomitivo machismo a la vicepresidenta Yolanda Diaz desde un atril rodeado de fieles. O que termina admitiendo su relación con el narco Marcial Dorado, “cuando era contrabandista, no narcotraficante”. Patético.

The Economist, la llamada Biblia Neoliberal, no se explica lo de España: Cuando Pedro Sánchez asumió el Gobierno predominaban tres preocupaciones: la economía, la corrupción y Cataluña. Puede argumentar que ha mejorado los tres, dice. Y, según las encuestas, quizás no sea el más votado. No entienden como “el exitoso primer ministro podría perder su trabajo”. La cloaca mediática, dears. Y cuantos intereses están detrás. Lo que se tragan los cerebros vagos, la moral laxa, la ignorancia buscada. Estúpidos para sí, insolidarios con el resto. 

Estamos expectantes como pocas veces ante unas elecciones. Hablamos en voz baja y a gritos del alma. Y rechazamos que triunfe la trampa contra la lógica más elemental. Sin pensarlo, me he visto caminando hacia el colegio electoral aquella primera vez, votando por las veces que no pudo hacerlo mi madre, ni mi padre. Por mi hijo, que echaba a andar en democracia. Por cuantos lo hicimos con la esperanza de que no hubiera vuelta atrás. Y a ese nivel nos sentimos. Como si fueran las elecciones más decisivas de nuestra vida.

Pero son demasiadas patrañas para que no pasen factura y millones de ciudadanos las han visto, no pueden exculparse con que no lo saben. Ni abstenerse dejando en manos de otros la decisión. La historia de las elecciones se escribe en las urnas y se afianza la impresión de que a Feijóo lo ha ido tumbando su sobredosis de mentiras y errores.

No tendrían fácil la involución que pretenden. Se encontrarían enfrente a millones de personas a las que quieren soliviantar, censurar y coartar en derechos. Las mujeres en primer lugar, un gran número, y desde luego a los pueblos como el catalán, que nunca se han dejado avasallar. Pero es triste gracia tener que volver a empezar con el camino ya recorrido, incluso de concordia. Por eso creo que es más que posible que Feijóo pierda en las urnas.

Las elecciones de nuestra vida pueden ser las que arranquen las caretas y cojan el impulso para empezar de nuevo. Votar progresismo una vez más es ineludible, exigiendo que ésta sea la definitiva para acometer la obra de limpieza que impida la incertidumbre de hoy. Más izquierda, más democracia. Más conocimiento, total decencia, más responsabilidad.