Un año más, en torno al 25N, volveremos a reincidir en el diagnóstico de por qué, pese a los instrumentos legislativos y a las políticas desarrolladas en los últimos años, que pese a sus imperfecciones han supuesto un avance significativo en la lucha por la igualdad real, la violencia machista no cesa. Y lo haremos en un año singular en el que la pandemia, muy especialmente en los momentos más duros del confinamiento, ha contribuido a hacer menos visible esa violencia que se perpetúa en lo privado y que continúa siendo la proyección más dramática del contrato sexual todavía vigente.
Volveremos a reivindicar la necesidad de más recursos, del desarrollo del casi olvidado Pacto de Estado de 2017, de incorporar a nuestro ordenamiento un concepto más amplio de violencia de género siguiendo las pautas del Convenio de Estambul, o de formar y sensibilizar a todos los operadores jurídicos para que la tutela judicial de los derechos de las mujeres sea efectiva. Sin embargo, y pese a lo necesario de todas estas vindicaciones, seguiremos obviando el que debería ser objetivo esencial, que podríamos resumir en eso que insistentemente Miguel Lorente ha llamado “Pacto de estado contra el machismo”, y que debería traducirse, de manera urgente, en el diseño y aplicación de políticas públicas dirigidas a los hombres. Porque solo así será posible desmontar una cultura construida sobre nuestro dominio sobre la mitad femenina de la ciudadanía concebida como seres disponibles, destinados a satisfacer nuestros deseos y necesidades y, en el mejor de los casos, como una especie de menores de edad que requieren siempre de nuestra tutela.
En ese sentido se pronuncia, por ejemplo, la Estrategia de Igualdad de género de Consejo de Europa (2018-2023), en la que se subraya la necesidad de implicar a los hombres, y muy especialmente a los más jóvenes, en la lucha por la igualdad, lo cual paso por desarrollar acciones que los tengan como principales destinatarios. Algo que también consiguió introducirse en la reforma de la ley andaluza contra la violencia de género que se aprobó en 2018, en la que, como no podía ser de otra manera, se dejaba claro que en ningún caso el desarrollo de estas políticas debería suponer una merma de los recursos destinados a las mujeres. Casi tres años después esa previsión normativa continúa en el limbo de los buenos propósitos y me temo que seguirá así mientras que en Andalucía tengamos un gobierno aliado con quienes incluso niegan la violencia de género. Más nos valdría, por ejemplo, aprender de la iniciativa Gizonduz, que desde hace años se desarrolla por el Instituto Vasco de la Mujer, o de experiencias recientes como la llevada a cabo por el Ayuntamiento de Barcelona, sin olvidar las que fueron pioneras y atrevidas en su momento como la que se desarrolló hace décadas en el Ayuntamiento de Jerez. Necesitamos con urgencia unas políticas que, además, contribuyan a generar un discurso alternativo al que la reacción neomachista difunde con tanta celeridad entre los más jóvenes.
Parece evidente, o debería serlo, que difícilmente vamos a acabar con unas violencias, porque creo que hay que declinarlas en plural, que tienen su origen en las asimetrías de poder que sigue habiendo entre hombres y mujeres, si no se actúa, muy especialmente desde el punto de vista educativo y socializador, sobre la mitad que continúa siendo la privilegiada y la que, en consecuencia, difícilmente renunciará a su cómoda posición de sujeto dominante. Como bien insiste Rita Segato, hay que desmontar el mandato de masculinidad y debemos construir, entre todas y todos, un nuevo pacto de convivencia que parta de la superación de una vez por todas del contrato sexual que nos ampara como depredadores. Solo así, es decir, poniendo el foco en los hombres, será posible por ejemplo desmantelar el sistema prostitucional, todo ello en el contexto de la superación de una sexualidad basada en el dominio de los cuerpos femeninos y en la exhibición constante de una potencia que, hoy por hoy, para muchos, es la única que les queda en unas sociedades en las que han ido perdiendo el estatus tradicional de macho proveedor.
Urge la educación afectiva y sexual en las escuelas, así como en general estrategias educativas que permitan superar, siguiendo a Marina Subirats, el binomio consistente en forjar a los hombres y moldear a las mujeres. De la misma manera que necesitamos otros referentes y el desarrollo de capacidades de cuidado que los hombres siempre nos negamos al entenderlas como femeninas y, por tanto, de escasa cotización en nuestra escala de valores. Unas transformaciones que han de ir necesariamente de la mano de la superación de la manera masculina de definir lo importante y lo prioritario, de las cláusulas de un contrato que nos continúa beneficiando y de una concepción de la política y de lo político, y no digamos de la economía, que sitúa al “lobo de Wall Street” como eje de referencia.
No basta, pues, con cambios individuales, con propósitos de enmienda y buenas acciones en el plano más personal, sino que hacen falta políticas públicas dirigidas a la superación de una cultura, el machismo, que sigue marcando nuestras subjetividades y amparando unas relaciones injustas y tóxicas con nuestras compañeras. Una cultura que, además, nos encierra en una jaula, la de la virilidad, y nos convierte en seres discapacitados y lastrados por el mandato de omnipotencia. La que está en el origen de todas las violencias machistas y de la que cualquier hombre de bien debería renegar, poniéndose frente al espejo y tomando conciencia de que su silencio es una manera de complicidad. Una tarea imprescindible si queremos hacer realidad la utopía no de una nueva masculinidad sino de una nueva Humanidad, la cual exige una redefinición de la Justicia, de la Razón y del pacto que sigue amparando la supremacía de quienes nacemos con un pene entre las piernas.