¿Qué tienen en común la provincia y la reforma laboral?
Haber protagonizado absurdos debates nominalistas, esos que tanto le gustan a la política de la nada y al periodismo de tertulia y tan mal le sientan a la democracia.
La polémica sobre la provincia fue promovida por Quim Torra como ingrediente de una estrategia que combina victimismo –se llegó a acusar a las políticas del Gobierno español de provocar muertes- con supremacismo –una Catalunya independiente lo hubiera hecho todo mejor.
Así consiguió durante unas semanas marcar agenda, situar a una parte de la izquierda catalana a la defensiva, ganándole la partida a lo Helenio Herrera –sin bajar del autobús- y de paso mantuvo atrapada en su tela de araña a ERC. Todo ello a pesar de la nula autoridad moral que tienen los neoconvergentes para despotricar de la provincia que usan sin rubor, electoral y clientelarmente, para su control sobre el territorio.
Como el debate era instrumental y oportunista se prestó poca atención a cuestiones epidemiológicas, sanitarias o de movilidad y en cambio se sacó a pasear al franquismo, incluso a Javier de Burgos. El resultado es que este fin de semana la burbuja ha pinchado, en los confines territoriales de la Barcelona Metropolitana y las absurdas limitaciones a la movilidad que ello comporta para millones de personas.
Cuando aún no había desaparecido el eco de ese debate nominalista aparece otro sobre la derogación “integral” de la reforma laboral y se monta un pollo de mil narices que desestabiliza a la mayoría gubernamental.
Puedo comprender y hasta compartir que la bandera de la derogación “integral” de la reforma laboral es un símbolo electoralmente muy potente para expresar el rechazo a una política de precarización de las condiciones de trabajo, pero me parece poco útil para la acción de gobierno.
Trasladar el lenguaje tosco de los programas electorales al más complejo de las leyes y el BOE no es ni simple jurídicamente, ni fácil políticamente, ni rápido –porque hace falta tiempo para trabar acuerdos y conseguir los votos necesarios. Así lo ha explicado la ministra Yolanda Díaz, evidenciando que este no es un conflicto entre los partidos de la coalición, sino algo un poco más complejo.
Fui el portavoz parlamentario de la Izquierda Plural en los debates sobre la reforma laboral del 2012 y mantengo -por convicción- mi rechazo a una Ley que apostó por la depreciación salarial y la precariedad como respuesta a la gran recesión, con un resultado de degradación de las condiciones de trabajo e incentivo de un modelo de empresa ineficiente.
Pero ocho años después, y con la que está cayendo, hace falta una propuesta más elaborada que la simple derogación “integral” de la reforma laboral que así, a secas, no sirve. Me explico.
Me parece importante recuperar el derecho a los salarios de tramitación en todos los casos de despido improcedente, para desincentivar los abusos empresariales, pero si simplemente se deroga la reforma laboral del 2012 no solo no se recuperan los salarios de tramitación sino que se pierde el derecho en los poquísimos casos en que aquella ley los reconoció, o sea, cuando la empresa opte por la readmisión.
Creo que debe reforzarse la causalidad del despido para así garantizar el derecho al empleo, pero con la derogación integral de la reforma laboral del 2012 se podría producir la paradoja de resucitar el despido “exprés” aprobado por el Gobierno Aznar, que la Ley 3/2012 hizo desaparecer.
Son muchas las razones para proceder a un vaciado de contenidos de aquella ley y su sustitución por una nueva regulación, pero ahora necesitamos algo más complejo que la derogación “integral” de la reforma laboral del 2012.
Abandonar la estrategia de depreciación salarial como respuesta a las crisis de empleo comporta, entre otras cosas, reforzar la fuerza vinculante de la negociación colectiva, recuperando la primacía del convenio sectorial sobre el de empresa, que no debería poder establecer condiciones de trabajo “in peius”, a peor. Así como recuperar la ultractividad de los convenios para evitar vacíos de regulación e individualización de las condiciones de trabajo que machacan a los trabajadores y solo sirven para el dumping empresarial pirata.
De la misma manera que reforzar la causalidad en la contratación y en el despido exige una reforma en profundidad de la legislación laboral aprobada en el 2012, pero eso por sí solo no es suficiente. En ocasiones se identifica la cuantía de la indemnización del despido improcedente como una garantía para el empleo, pero en mi opinión eso solo incide en el coste empresarial del despido sin causa, o sea libre. Me parece más útil si se quiere reforzar el derecho al empleo recuperar algunos de los supuestos de nulidad del despido con la readmisión obligatoria o los salarios de tramitación en casos de despidos ilícitos. Pues bien, este objetivo no se consigue con la simple derogación “integral” de la reforma laboral.
Defiendo que debería acabarse con las degradantes condiciones de trabajo de las camareras de piso –las kellys- pero para ello no basta con volver a la situación anterior al 2012. Se precisa una nueva regulación de la subcontratación que acabe con este mecanismo de externalización precarizadora que, además de penalizar a estas trabajadoras, incentiva un modelo turístico de bajo coste y sin futuro.
También debemos abordar la precarización de los trabajadores de las llamadas empresas de plataforma, como los riders, que no existían en el 2012 y para los que no sirve derogar la reforma laboral, sino que exige una nueva regulación que reconozca a estas personas como asalariadas y no auto-explotadores de sí mismos.
No comparto en absoluto la idea de que la crisis desencadenada por el coronavirus obliga a mantener los mecanismos de precarización de las condiciones de trabajo que impuso la reforma laboral del 2012. Ese trayecto de desregularizar las relaciones laborales, precarizar el empleo y depreciar salarios ya se ha recorrido muchas veces desde los años 80 en el marco de las sucesivas crisis económicas y el resultado ha sido menos derechos para las personas trabajadoras y un tejido económico menos eficiente.
No está de más recordar que las empresas y sectores con mayor capacidad de competir y mayor potencialidad exportadora son a la vez los que tienen unas mejores condiciones de trabajo y esta perspectiva no podemos perderla de vista si de verdad se quiere reconstruir el país sobre bases nuevas.
Pero eso no significa que a afectos de la reforma laboral sea baladí el nuevo escenario de crisis desencadenado por el coronavirus. No parece ni creíble ni viable aislar ambos planos. Una parte de los problemas laborales y de empleo que nos han explosionado en la cara requieren de otras medidas que no caben en los marcos estrechos del BOE.
A las políticas públicas de los próximos años les va a tocar intentar eso que el refranero popular dice que no se puede hacer: soplar y sorber al mismo tiempo. Para tener una mínima posibilidad de alcanzar este reto disponemos del instrumento de la concertación social, que debe buscar un sendero muy estrecho por el que acceder a un punto de encuentro con el que conseguir un triple win. Win para las personas trabajadoras, win para las empresas y win para la economía del país.
Este es un reto muy complejo que requiere, además de la concertación social, que el escenario político también ayude, al menos no poniéndolo más difícil de lo que ya es. Y para eso, abandonar los absurdos debates nominalistas es una condición no suficiente pero sí imprescindible.