En España estamos asistiendo con pasividad, o incluso con entusiasmo, al achicamiento de la política. La política es el orden de decidir quienes queremos ser, y en un contexto democrático esto es intrínsecamente inestable y conflictivo. La democracia no es la generación de consenso, sino la gestión del disenso mediante medios pacíficos. En nuestro país la huella fascista se nota en que llegamos a la democracia generando un consenso, para evitar el disenso mediante la guerra, la tortura y el asesinato, que es de donde venimos. Quizá por eso tantos agentes políticos andan reclamando consenso, cuando debemos vivir felices chapoteando en el disenso, la gran prueba de que somos libres.
Otra cosa, que no debemos confundir con la política, son las políticas públicas. En ellas no se decide quienes somos cómo sociedad, sino cómo afrontamos problemas concretos. En ese sentido, sí está bien lograr políticas públicas con el máximo consenso (educación, pensiones, sanidad, investigación y ciencia…), pero esto son cuestiones de orden más técnico, incluso que propiamente político, son problemas de gestión.
Dos procesos iniciados recientemente están reduciendo el espacio de lo político en España. Por un lado, tanto la derecha como parte de la izquierda han iniciado un duro ataque a la liberta de expresión. La derecha, con el argumento del defender el orden público, a dios, la patria y el rey, a lo que nos tenía acostumbrados. La nueva izquierda también ha encontrado el gusto censor, con el noble objetivo de defender a colectivos en situación de opresión, marginación y estigmatización, pero con el desastroso resultado de cooperar en limitar la libertad de expresión, y dar munición al adversario.
El último asalto ha sido la denuncia de la Policía Municipal de Madrid contra una concejala, acusándola de delito de odio, por hablar de racismo y xenofobia institucionalizados… La libertad de expresión solo debería limitarse, con penas de cárcel, en caso de ataques claramente dirigidos en contra de un persona particular, mediante calumnias e insultos, o cuando esté vinculada de forma fehaciente a la comisión de un delito. Pero no sé en qué momento estamos llegando a la estúpida idea de que todo lo que ofende debe llevar a prisión o todo lo que suponga una incitación vaga y genérica a la violencia, sin estar vinculada a la planificación y ejecución de un delito. A este paso terminaremos por encarcelar a quien tuitee que es lícito matar en caso de defensa propia.
El otro achicamiento de la política es la cuestión catalana. Los políticos presos catalanes no son presos políticos en el sentido más convencional, es decir, no han sido encarcelados por defender sus ideas, sino por cometer actos contrarios a la ley. Pero estamos hablando de una ley que impide que una demanda con apoyo democrático y que no atenta contra los derechos humanos tengan posibilidades de realizarse. Cuando el juez les acusa de cometer acciones que no ocurren en los países de nuestro entorno, se le olvidó que en esos países, como Canadá o Reino Unido, la ley permite referéndum separatistas. Mientras existió ETA se dijo una y otra vez que sin matar todo era posible. Ahora sabemos que eso es mentira, hay reivindicaciones legítimas que no encuentra acomodo en nuestras instituciones.
Lo peor de esto es oír a los políticos decir que las leyes están para ser cumplidas. Es absurdo. Jueces y policías son quienes se encargan de hacer cumplir las leyes. El trabajo de los políticos es cambiarlas. Por eso lo que deben responder los políticos no es “la ley está para ser cumplida”, sino explicar por qué, teniendo el poder legislativo, no quieren ejercerlo, y delegan la política en jueces y policías, degradando el orden de lo político en orden policial (que diría Rancière). Oyendo hablar al PP parece como si las leyes fuesen la revelación de la voluntad divina, como si no tuviese que ver con ellos la capacidad de cambiarlas. Una de nuestras grandes mentiras es asumir que quienes no quieren cambiar la Constitución son constitucionalistas. Son simplemente conservadores. En la propia Constitución está la posibilidad de ser modificada, ese es otro gol del nacionalismo español, hacer creer que no existe, llamando “constitucionalismo” al unionismo.
Lo peor de todo este achique de lo político, de la libertad y de la democracia es la paz con la que se está haciendo, y el consenso que está generando en buena parte de la sociedad española. Nunca pensé que vería cómo se reduce la libertad y la democracia sin reacciones contundentes en contra. Me preocupa, porque una vez que ha empezado su achique, no sabemos dónde acabará, ¿cuál es límite?