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El adiós del rey, ese soplo de aire fresco

Se le conocía como “el breve” y se va por su voluntad tras 39 años de reinado, a los 76. Toda una vida para generaciones de españoles. Hasta hace apenas una década Juan Carlos de Borbón y toda la familia real vivían en una cápsula informativa a salvo de toda intromisión. “Lo institucional” era preservarlos, callarse. Costaba trabajo introducir dudas o la más leve crítica en los reportajes que hacíamos, por ejemplo, en Televisión española. A lo sumo deslizar la sonrisa cómplice de Santiago Carrillo al hablar de sus amoríos, silenciados como todo cuanto le concernía. La enrevesada trayectoria familiar que le llevó al trono. La mención a que llegó con un par de agujeros en los bolsillos y luego se hizo con un buen vivir. Era general, ningún medio publicaba nada en contra de los Borbones españoles. Los medios internacionales resaltaban durante décadas –y eso es cierto- el carácter moderno y estable de la monarquía española ¡quién nos lo iba a decir! Fue abrir la puerta y entró un vendaval.

Ocurrió quizás a partir del “cese temporal de la convivencia” de su hija mayor, la infanta Elena, con su marido. Poco a poco, se empezó a abrir la veda. Luego todo fue en cascada al punto de que el rey evidenciara explícitamente su disgusto en varias ocasiones. Su fortuna, su azarosa vida sentimental, su al menos poco claro papel en el golpe de Estado del de cuyas rentas, en cambio, ha vivido tantos años.

Y va y le sale un yerno bien turbio y su mujercita, la infanta, del palo de las que –nos dicen en un insulto- no se enteran. Y el pobre oso ruso al que –según cuentan– emborracharon para que llevara mejor el trance de su caza y pase a la vida nula. Y el elefante de Botsuana. Y la rubia vividora con título marital. Y los huesos que ya no aguantan tanto trajín. Y el “lo siento mucho, no lo volveré a hacer”. Y la reina con alma en pena y cara de poker. Y Felipe tranquilo y como ausente. Y Letizia cada vez más inquieta. Un vodevil. Y no para un Oscar.

Tarda, pero la verdad es que abrir la puerta a la información, a la verdad, termina por dar frutos. Este país y esta sociedad se derrumban en su entramado oficial, ya no queda nada limpio. La abdicación del rey, de la cabeza del Estado ahogada en sombras, no puede ser sino el principio de una renovación total. Lo ha comunicado el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, el presidente de un partido al que la justicia encuentra cajas sucias y las hemerotecas flagrantes falsedades. Está de acuerdo el líder de la oposición mayoritaria, Alfredo Rubalbaca, que se va con su hálito de polilla bien patente. Gracias por este ¿último? servicio.

Es hora de cambiar la política siguiendo la estela de lo que ha evidenciado desear la gente ya de forma explícita porque ya no aguanta más recortes, ni más mentiras, ni más naftalina, ni más caspa. Hora de que nuestros representantes obren por el bien de la sociedad, su presente y su futuro tan incierto. Hora, sin duda, de regenerar la justicia comenzando por todas las trabas en las ruedas que le ha puesto el PP. Hora de reedificar tanto como se ha destruido en nuestro tejido social. El momento también de que el periodismo podrido deje sitio a la información veraz.

Santiago Carrillo me dijo en uno de los reportajes sobre el rey que Juan Carlos se hacía el tonto deliberadamente para mantenerse durante su etapa de príncipe. Para lidiar con la cueva de fieras del franquismo. Un superviviente. Que sabe cuándo ha de irse. Quizás con un cierto retraso. Le imagínamos consciente de que su hijo Felipe no lo va a tener fácil. Una vez que el aire entra con fuerza es complicado cerrar las ventanas y se abre paso la idea de pide, al menos, un referéndum que el inmovilismo conservador del gobierno se negará a convocar y que puede querer evitar también la tan prudente oposición socialista. Veremos cómo se desarrolla todo.

De momento, una brisa fresca, saludable y constante nos roza la cara, preludio podría ser de vientos de cambio y progreso. Mantengámonos en alerta y firmes para que la vieja jaula española se oxide en un rincón sin darnos nunca más nuevos sobresaltos.