La pasada semana hemos visto la cara y la cruz de la adolescencia. Por un lado, Greta Thunberg dando un discurso ambientalista en Naciones Unidas. Por otro, una pareja de adolescentes que arroja a su bebé al río. Ambas situaciones extremas solo están unidas por los dieciséis años de edad de sus protagonistas. Son menores de edad, pero no son niños. Desde hace tiempo vengo notando que ha desaparecido del vocabulario público el concepto de adolescente, “nos han robado la adolescencia”. Quizá por la cuestión estilística por no repetir palabras se usa el término menor, que es una categoría legal, como sinónimo de niño. Se llega a la situación extrema que se habla de niños para referirse a personas de diecisiete años.
El ciclo de las edades es más social que biológico. Si quiere, puede comprobaraquí cómo en un documental sobre juventud de principios de los ochenta prácticamente no aparecen mayores de dieciocho años. Hasta los ochenta, la edad legal mínima para trabajar eran los 14 años, ahora está en los 16. La edad de consentimiento para mantener relaciones sexuales pasó de los 13 años a los 16 en 2015. Permitimos legalmente que los menores trabajen y tengan relaciones sexuales con adultos, ¿quiere decir que permitimos la explotación laboral y sexual de niños? Obviamente no, por la sencilla razón de que un adolescente no es un niño, pero tampoco un adulto. Legalmente pueden ganar dinero y formar una familia, pero no pueden votar, lo que no deja de ser una incoherencia cívica.
Lo que observamos es lo difícil que resulta asumir la responsabilidad y la autonomía moral de los adolescentes. Por un lado, hemos ido aumentando la edad hasta la que son dependientes, pues de esa esperamos proteger su presente y su futuro. He visto cosas que no creerías, como niños de nueve años tomando solos el autobús, en una época que había mucha más delincuencia que ahora. Es una edad compleja en la que no se miden bien decisiones que pueden dejar marcadas las posibilidades que se tengan en la vida adulta y en la que es más fácil ser manipulable. Además, la tendencia al descenso de la natalidad hace posiblemente que queramos que sean niños por más tiempo, ya que tenemos pocos. Por otro lado, su madurez corporal y mental les lleva a niveles de autonomía mucho mayores, y a reivindicar su propio juicio.
No les hacemos ningún favor a ellos, ni a nosotros como sociedad, si no damos más reconocimiento a la adolescencia, como ese punto indefinido entre la dependencia infantil y la autonomía juvenil. Ese reconocimiento pasa por los medios de comunicación, para que dejen de tratarlos como niños. O por el sistema educativo, que debe adaptarse más a sus necesidades e inquietudes, pues la ley les obliga a permanecer en los institutos. El exceso de protección solo lleva a la infantilización, y a que haya quien quiera quitar mérito al liderazgo ambientalista de Thunberg. Al mismo tiempo, no puede llevar a que tratemos de la misma forma los delitos cometidos a esas edades, donde es más fácil integrar socialmente a los delincuentes, que como si fuesen adultos. Como vemos, una edad compleja, no solo para vivirla, también para pensarla.