Los almerienses tienen un fonema más: el golpecito en el brazo

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Hay un lenguaje universal de gestos que, más o menos, entiende todo el mundo. Una sonrisa o una cara de espanto no necesitan mucha explicación. 

También hay posturas que no hay que buscar en un diccionario. Alguien que saca el pecho muestra valentía y seguridad; alguien que se encoge como un bicho bola expresa miedo o tristeza. 

En un libro de Sonia El Hakim, Código no verbal, leí que la posición del cuerpo de la persona con la que hablas delata si le gustas o no. Cuando alguien gira su cuerpo para situarse frente a ti, cuando va llevando la parte superior del cuerpo hacia ti, es porque le interesa lo que dices. 

Me paré a pensarlo y recordé esas veces que, sin darme cuenta, me veo medio tumbada encima de una mesa para acercarme más a alguien. Es un efecto imán que intenta acortar el espacio físico y mental de la conversación. 

Aunque Sonia El Hakim advierte que, ¡shep!, no solo hay que fijarse de ombligo hacia arriba. No vale con lo que dicen la cara, los hombros y la cintura. La parte inferior del cuerpo también habla y es la más sincera. Puede que alguien gire su tronco hacia ti cuando te vea, pero si sus caderas y sus piernas siguen apuntando, por ejemplo, a la barra del bar en vez de hacia ti, malo. Esa persona puede estar siendo amable contigo, pero no te está dando toda su atención. Hay una parte de su cuerpo que está a otras cosas. 

Seguí leyendo y seguí buscando estos gestos universales en las conversaciones con mis amigos. Pero pronto caí en algo de lo que no hay tanta literatura: los gestos locales. Ahí la norma universal se vuelve bla, bla, bla. Ahí entramos en el terreno de la costumbre y lo inexplicable. 

Pienso, por ejemplo, en un queridísimo amigo vasco que cada vez que me ve, me abraza con unos mamporros en la espalda que casi me mata. A mí y a todo el que saluda. Y a todos nos encanta porque sabemos que esos leñazos son puro amor. “Es que es vasco”, decimos todos, mientras nos va saludando, en ese reparto de abrazos que parece una zurra por turnos.

Pero un día me asaltó una duda. Atribuimos ese ímpetu a ser vasco, como si la dureza del frío y el viento les saliera por los brazos, a todos los vascos, al abrazar. Y… nop. Eso no puede establecerse como una ley sociologicomatemática. Porque en un lugar cálido de Andalucía pasa algo similar. Los almerienses damos unos golpecitos (a veces golpetazos) en el brazo que forman parte de nuestro vocabulario. Y es más, son polisémicos. 

El golpecito almeriense se usa tanto al hablar que deberían incluirlo en el diccionario. Y como es polisémico, tendrían que recoger, al menos, estas definiciones:

En la primera acepción estaría el significado que le da mi amigo vasco cuando azota en los abrazos: “Muestra de cariño y alegría al saludar a una persona”.

A veces me encuentro con alguien por la calle y, sin darme cuenta, lo cojo del brazo y le doy dos o tres palos mientras lo saludo de forma efusiva. “¡Hombreee, pero qué alegría verte!”, ¡plaf!, ¡plaf!, ¡plaf! Ahí, bien agarrado del brazo, para que no se escape. Para mí es tan natural que ni me doy cuenta. Pero lo sé porque mi pareja me suele decir después: “Vaya tunda de palos le has soltao a Fulanico”.

En la segunda acepción encontraríamos: “Llamada de atención”. Llevo años investigándolo y he observado una cosa: cuando más palos pillo es cuando, en una conversación, se me ocurre apartar la mirada de los ojos del que habla. ¡Plaf! Es casi una respuesta mecánica. Miras a otro lado y ¡plaf!, ¡palo que pillas!, y de inmediato vuelves a clavar los ojos en quien te habla.

Imagino que esto tiene que ver con la sinestesia del lenguaje no verbal: el enredo de los sentidos de la vista y el oído. Escuchamos por los oídos, pero las orejas no hacen ninguna mueca que indique si están escuchando o no. Las orejas son mudas y, en su lugar, hablan los ojos; es la mirada la que indica si te están escuchando o no. Por eso, en Almería, hay que mirar fijamente a quien te habla, no vayas a pillar un sopapo. 

En la tercera acepción estaría: “Énfasis en lo que se cuenta”. Este golpecito tiene la función del signo de exclamación. Al hablar, cuando nos emocionamos, o cuando algo es muy loco, o muy divertido, arreamos unos cuantos golpes en abanico. Lo normal, si eres diestro, es que con tu brazo izquierdo enganches un brazo del que escucha y con el derecho ¡plaf, plaf, plaf, plaf, plaf! en ramillete. Es la versión gestual del “!!!!!!!!!!!!!” que escribimos en los chats. 

En la cuarta acepción veríamos: “Sorpresa”. También es muy común estar con alguien, acordarte de algo y decir: “Ay, que se me ha olvidado contarte que…”. Ese recuerdo repentino, ese algo que surge de pronto, ese casi susto, muchas veces aparece como un calambre y sale de forma impulsiva por la boca (“¡Ay, que no te he dicho…!”) y por la mano (¡plaf!). El golpecito es como el ¡chas! cuando aparece algo en un espectáculo de magia. 

A algunos que visitan Almería por primera vez les sorprende ese ¡plaf! tan cotidiano en cualquier conversación de bien y dicen que damos palos. No, hombre, no; es una cuestión lingüística. Ya sabemos que muchos andaluces completamos el alfabeto con los gestos y los aspavientos. Pero, además, los almerienses, para expresarnos con propiedad, necesitamos ese ¡plaf! como un fonema más y ese ¡plaf! que es la representación en carne y hueso del signo de exclamación.