Había obviado su memoria –ninguneado decían algunos de los que formaron parte de su equipo y han sido defenestrados–, desde que el pasado 15 de setiembre –cindo días después de la muerte de su padre por infarto– pronunció su primer discurso como presidenta. Cuando ya en la gran corporación se había extendido la idea de que Botín padre sería un Tesla o un Trotski mientras su hija permaneciera en el cargo, esta rectificó en la cuna de la estirpe, Santander. Lo hizo arrancando su discurso con unas palabras de homenaje a su antecesor.
O un asesor ha tenido exceso de testosterona y le ha explicado las lecturas y connotaciones obvias que tenía su comportamiento hacia la figura paterna y que corrían por las redes que ella no puede controlar, o su cabeza reclinada en el diván de Puente de San Miguel –donde esté la casa familiar– y siete meses de travesía le han hecho reconciliarse con su padre. No era fácil.
La historia está repleta de huecos negros que han dejado en las fotos o en los libros personajes que un día ocuparon un espacio enorme, ilimitado. A su muerte, su trabajo fue liquidado, borrado sin piedad. En la mayoría de las ocasiones, por sus herederos, temerosos de que el poder de la sombra que proyectaban las figuras de sus antecesores fuera su principal enemigo.
El borrado que ordenó Stalin de las figuras de Trotsky y Kaménev en la famosa foto de Lenin subido al estrado durante el histórico discurso de mayo de 1920 quizá sea el más conocido de la historia. Ambos dirigentes, que estaban en las escaleras escuchando a su camarada Lenin, desaparecieron de la vida de los rusos hasta finales del siglo pasado. Un preludio de lo que significó el estalinismo, camino que siguieron millones de rusos exterminados por el poder del dictador.
No solo hay borrados políticos, aunque estos sean los más conocidos. Los hay también económicos y científicos, quizá menos terroríficos que los de los dictadores, pero con repercusiones históricas para la humanidad que aún no han sido evaluadas del todo. Es el caso del científico croata Nikolai Tesla, para muchos el inventor más brillante y generoso del siglo XX, utilizado sin pudor por Edison –le explotó con descaro– y Marconi, que se sirvió de sus patentes. Sus colegas contribuyeron a borrarle, junto con oscuros intereses económicos de las grandes corporaciones, los gobiernos y el espionaje. Una conspiración en toda regla que ha dado para literatura, realidad y ficción en los últimos tiempos. La electricidad, la radio –la energía en su conjunto– le debe de todo a Tesla, que fue recuperado hace unas décadas. Su idea de una energía gratuita, sin costes para la humanidad, no era rentable ni conveniente que se popularizará.
Trotski o Tesla pertenecen a los macroborrados de la Historia con mayúscula. Pero están los microborrados, los de andar por casa y que las nuevas tecnologías facilitan, ya sea con el Photoshop o con la facilidad para reescribir la historia en las páginas de internet. Entre estos últimos podemos nombrar algunos que dan para la anécdota y la sonrisa por lo chusco, hasta el punto que revelan el talante de los sucesores. Por ejemplo, los que se producen en las grandes corporaciones españolas, ya sean bancos o empresas.
Famosa es la leyenda que atribuye a Ignacio Sánchez Galán, presidente de Iberdrola, la forma en que liquidó al patriarca de la oligarquía eléctrica y su antecesor en el cargo, Íñigo de Oriol.
Ya senil, Oriol fue enviado a sus mansiones antes de lo previsto, pero sin que su sucesor despreciara la capacidad de poder y conspiración que le podía quedar. Por el sector energético aún ronda –entre chistes– la historia del día que un nieto de don Íñigo se largó de parranda con el coche que la empresa había dejado a su abuelo. Lo devolvió tan sucio, que antes de que el anciano lo recuperara, ordenó a un propio de la finca –la de Alcántara en Plasencia– donde está la central y el embalse del prócer de la familia, José María Oriol, que lo limpiara. Cuál no sería el asombro del empleado al descubrir que el coche llevaba instalados micrófonos. La misma leyenda se hace eco de la mala leche con que don Íñigo le devolvió el coche a Galán. No solo le borraba de la historia, sino que aún liquidado le espiaba por si volvía o chismorreaba en exceso.
También conocido es el esfuerzo de Francisco González, presidente del BBVA, por reducir el número de páginas que en la historia del banco que preside ocupan sus antecesores, el en su día bien mandado del poder de Neguri, Emilio de Ybarra, y los consejeros de ese mismo grupo, que durante décadas fueron dueños de la entidad. Sí, eran aquellos que tenían unas cuentas en Jersey por si “eso” del terrorismo. Borrados están, pero el del BBVA –que llegó al cargo gracias a su amistad con Aznar– ahora no tiene reparos en rentabilizar el éxito de las últimas operaciones que hizo el anterior equipo, como la compra de Bancomer, la filial en México que hoy es la joya de la corona del grupo y que a FG no convenció hasta anteayer, cuando las ganancias eran obvias. FG, dado a la trascendencia en sus reflexiones, puede pensar que si Edison se sirvió de Tesla y encima no le pagó, ¿por qué él no se iba a servir de lo que habían gestionado sus antecesores, que no es que fueran unos santos?
Los citados casos son solo el aperitivo del milagro del pasado viernes en Santander, durante la Junta de Accionistas del Banco de Santander. Para los ajenos a los entresijos del mundo económico y bancario, recordarles que en agosto del año pasado falleció repentinamente Emilio Botín, presidente de la entidad cántabra, number one de las figuras económicas del poder de este país. Su apellido es tradicionalmente citado como el paradigma de la oligarquía nacional, sobre todo en los ámbitos de izquierda. ¿O no?
Es notorio que desde un partido tan nuevo y dispuesto al cambio como Podemos, los Botín son considerados como un bien social, dada la ayuda que prestan al mundo universatario, cultural. A don Emilio le sucedió su hija Ana Patrica Botín –hoy Ana Botín a secas y a petición propia–. Para asombro de propios y extraños, desde que el pasado 15 de septiembre pronunció su primer discurso como presidenta, la figura del anterior presidente, su padre, se ha ido desdibujando en la memoria del banco.
Durante este tiempo, sin mediar grandes palabras, los colaboradores de la presidenta intuían que mejor no recurrir al latiguillo de “Emilio decía o hacía” si era un colaborador cercano, o miembro del consejo. O “don Emilio hubiera dicho...” si era un empleado con acceso. A Ana Botín le han bastado un par de miradas sobre esos personajes –los que han sobrevivido en el cargo– para dejar claro que estaban en la era de lo doña Ana. La última prueba de que el borrado de Botín padre en la foto avanzaba tuvo lugar en la convención de directivos de la semana pasada, donde la presidenta ni mencionó el nombre de su padre, refiriéndose a él de pasada y como el anterior presidente, sin nombre. ¡La de chismorreos en voz baja que volvió a ocasionar el asunto!
Hasta el viernes, 27 de marzo, en Santander, durante la primera Junta de Accionistas presidida por la nueva presidenta. Tras siete meses de matar al padre, menos tiempo del que se corresponde con todos los manuales de la psiquiatría tradicional y en un lugar tan simbólico como el acto de la Junta de Accionistas, la presidenta reconoció el trabajo del progenitor, Emilio Botín, recordando que había llevado al banco hasta los primeros puestos del sector en el mundo. Ahora solo falta saber quién de entre los colaboradores que no han sido liquidados o de entre su familia se atrevió a decirle a Ana Botín que lo de liquidar el rastro paterno era de vulgar manual psiquiatrico. Quizá se ha curado en estos meses o simplemente alguien le puso delante las fotos sin Trotsky o la historia de la energía sin Tesla.