El apeadero de la Nacional

11 de febrero de 2023 22:26 h

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Sitio o punto del camino en que los viajeros pueden apearse y es cómodo para descansar

El magistrado en excedencia Enrique López acaba de pedir la baja como militante del Partido Popular. Así sabemos que el soldado López, el buen soldado que tantos servicios prestó con la toga, se había tenido finalmente que afiliar. Un poco como cuando los seductores decadentes tienen que poner en el WhatsApp la foto de la novia de turno, porque no les basta con sus encantos y su labia para convencer de que son fieles.

No nos comunicó López cuándo salió del toguero popular y se hizo el carné y, sin embargo, nos lo avisa ahora para que todo el mundo sepa que está preparando su regreso a la Audiencia Nacional, si alguien no lo remedia. Él quiere que lo remedien, que quede claro, o bien haciéndole hueco en otro pesebre o bien proponiéndole la entrada en un despacho de abogados que esté dispuesto a soltar una billetada por sus contactos. De momento no hay candidatos a ninguna de ambas cosas y por eso el tribunal de Génova corre un grave riesgo de que López vuelva a cruzar la calle.

Enrique López lleva haciendo política a favor del PP desde que abandonó su modesto juzgado mixto de León para convertirse en vocal del CGPJ. Desde entonces la Audiencia Nacional —a la que llegó sin escalafón suficiente y sin haber puesto una sola sentencia por delito en su vida— se ha convertido en una especie de apeadero para él, en el que recala cuando el mundo que de verdad le gusta lo escupe como un güito. Allí llegó desde el CGPJ, esperando un ministerio que no llegó ni llegará, y allí recaló de nuevo cuando, justicia poética, la comisión de un delito de conducción ebria en plena Castellana le obligó a dejar su insólita plaza como magistrado del Constitucional. Mediante una trampilla similar a la que le permitió pillar plaza teniendo un mil del escalafón, se convirtió en magistrado de la Sala de Apelaciones, la que revisa todas las decisiones que toman los demás, que le espera para los momentos malos que parece que han llegado de nuevo. Momentos malos para él, entiéndame, para los ciudadanos llegaron entonces.

López no ha tenido prurito al desafiliarse en reconocer que la razón por la que militaba en el PP no era otra que cumplir un requisito para medrar, es decir, para formar parte de la dirección del partido con Casado. “Ahora que no formo parte no veo la necesidad de seguir estando afiliado”, ha dicho. Ahora que lo que toca es volver a poner cara de juez, toca borrarse. La verdad es que se quedó en medio en la riña de los niñatos o, más bien, se puso en el lado equivocado. Son riesgos que corres cuando trocas la toga por el partido. No tienes que decidir qué parte lleva razón, sino que has de decidir en qué parte no corres peligro. Lo hizo mal y se quedó con el culo al aire. La toga, ya saben, cubre mucho.

López llegó a secretario de Justicia en la Ejecutiva del PP por mano de Casado y también así a consejero de la Comunidad de Madrid con Ayuso. Por Casado apostó cuando tocó decidir a qué santo poner la vela—en este caso, la mascarilla del hermano, recuerden aquella rueda de prensa a la que se negó a ir— y la vela se le ha apagado. En el mundillo saben que ha estado tirando cables para irse a algún despacho pero, hasta el momento, no ha dado resultado. No sé, tal vez leyendo esto alguno se anime, y así aleje el cáliz de un tribunal y de los ciudadanos que allí esperen obtener justicia.

La cuestión vuelve a poner sobre la mesa el extraño privilegio del que disfrutan las personas que forman parte de las carreras del Estado. Con una oposición no sólo obtienen plaza para toda la vida —que esa es la finalidad y la independencia— sino que consiguen una segunda opción para siempre. Son las únicas personas de este país que no arriesgan nada si se van a la política, a la empresa privada, si se convierten en profesionales liberales o si emprenden y no arriesgan porque, de salir mal, durante toda su vida pueden volver a su carrera. Esta circunstancia, en mi opinión, no sólo supone un agravio comparativo con el resto de ciudadanos de a pie, que para ser diputados o tener cargos públicos han de abandonar sus actividades personales o sus empleos a los que al cabo de décadas difícilmente podrían volver, sino que es también un agravio comparativo con el resto de sus compañeros de carrera que se quedan haciendo su trabajo, cada vez más emputecido, mientras ellos consiguen laureles, gloria y dinero con las espaldas cubiertas. Esta cuestión tiene miga. Robles ha obligado en el Ejército del Aire a que los pilotos que lo abandonen para irse a ganar pasta a la aviación civil tengan que reembolsar al Estado el dinero invertido en su formación en las condiciones marcadas por la ley. ¿Creen que los juristas de carrera que van a otras profesiones o bufetes no están usando para ello la formación que hemos pagado todos durante su ejercicio profesional? Pues pregúntenles a los abogados del Estado, por ejemplo.

En el caso concreto de los jueces es en el que más se agudiza ese vaivén entre la política y el ejercicio jurisdiccional, porque haciendo política hacen amigos y enemigos manifiestos, porque se declaran defensores de un programa y porque hacen o no hacen según qué cosas. ¿Cómo volver de ahí a juzgar? Fíjense que el caso es más peliagudo que el de los fiscales que, siendo parte, no deciden nada sobre un ciudadano, pero los jueces ¡ay! sí. Mucho se gritó contra Dolores Delgado y, sin embargo, nada se dijo de que Juan Carlos Campo, él también político profesional como López, pasara de ser ministro a la Audiencia Nacional. ¡Para esto ha quedado la Nacional, de apeadero! Esto, ya les digo, no pasaba cuando corrías riesgo de que te pegaran dos tiros. Entonces el vaivén de los políticos con toga no miraba hacia ese lado de la plaza. 

En el nonato acuerdo alcanzado para la renovación del CGPJ —abortado luego por Feijóo— los dos principales partidos habían incluido una cláusula que pretendía exigir un periodo cápsula de dos años para que desde la política se pudiera volver a vestir una toga. No era tan loco. En la ley de 1997 se establecía la figura de “una excedencia forzosa durante tres años durante los cuales no podrán reintegrarse al servicio activo salvo que obtengan por concurso una plaza o destino sin potestad jurisdiccional”. O sea, de juzgar nada de nada en tres años. Esa norma se abolió en 2007 y más tarde Zapatero hizo otra modificación para que el cazador dimitido, Mariano Fernández Bermejo, pudiera volver como fiscal de Sala al Tribunal Supremo. La modificación establecía que el tiempo que hubieran permanecido en la política se consideraría como situación de servicios especiales, por lo que no perdían la antigüedad. El pacto frustrado afectaba a otros tantos, como Llop y Marlaska, además de a López, y suscitó presiones. No apuntó a Robles porque Lesmes ya le hizo una jugada y le quitó la condición de magistrada del Tribunal Supremo por estar en la política. Se trata de una cuestión de importancia alimenticia sustancial para todos los que transitan.

Esta vieja cuestión se debatió en la ponencia constitucional y en ella no ganó el planteamiento que quería permitir que jueces y fiscales se pudieran afiliar y sindicar como en la II República, defendida por nacionalistas, socialistas y comunistas. En aquella constitución del 31 podían militar pero no aceptar cargo alguno procedente de un partido. Prevaleció la posición completamente contraria, la que les impide militar pero admite que vayan y venga como un péndulo o, mas bien, que usen los tribunales de Justicia como apeaderos de sus ambiciones políticas. Desde entonces se han ido toqueteando las legislaciones para favorecer al de turno.

Ya les advertí hace dos años de que corríamos el peligro de que López volviera a vestir una toga y eso que entonces ni siquiera había transcendido que llevaba un carné en la boca. Ahora el riesgo es real, como sucedió con Juan Carlos Campo. Ni sus compañeros ni los ciudadanos nos merecemos esa degradación.