Hay algunas palabras a las que parece que les guste ir de la mano: los fumadores parece que siempre sean empedernidos, que las discusiones resulten invariablemente acaloradas y que los marcos sean necesariamente incomparables. Es lo que en lingüística se llaman colocaciones: combinaciones de palabras que tienden a aparecer juntas con una frecuencia superior a la esperable y que funcionan casi siempre de carrerilla.
Hace unos días, el Partido Popular criticaba que el ayuntamiento de Madrid hubiera cedido un local para un acto en el que se hacía “apología del referéndum” (sic).
El exótico e inaudito concepto de “apología de referéndum” generaba entre no pocos indignación y pitorreo a partes iguales:
Apología es hoy en día una palabra poco inocente. El uso más habitual que vemos actualmente de apología es para referirse a la defensa de actos o ideas como poco reprobables y que generan repulsa. Las colocaciones de apología son irremediablemente apología de la violencia, del terrorismo, de la violación, de la anorexia, de la homofobia.
Pero no siempre fue así. Mucho antes de que las apologías fueran de hechos delictivos, hubo apologías de otros muchos temas. Si nos damos un paseo por el banco de datos lingüísticos de la RAE podemos comprobar que históricamente se hacían apologías de cuestiones muy distintas a las que hoy estamos acostumbrados: encontramos ejemplos de uso entre el siglo XVII y mediados del XX de apologías del teatro, del cristianismo, de las obras de Dumas, de Cervantes, de la industria y hasta de Hegel. La obra de Platón que recoge el discurso de defensa de Sócrates en el juicio en el que fue condenado se llama precisamente Apología de Sócrates. De hecho, los diccionarios de referencia habituales definen apología simple y llanamente como defensa o alabanza, sin entrar en mayores matices.
Sin embargo, algo cambió a partir de los años ochenta: desde 1980, los ejemplos de uso que encontramos de apología varían notablemente. Es entonces cuando apología empieza a aparecer fundamentalmente en prensa y prácticamente siempre en los mismos contextos: en los últimos cuarenta años solo encontramos usos de apología en prensa española junto con palabras como delito, fascismo, nazismo o (la ganadora por goleada en los últimos años) terrorismo, palabras todas ellas de un campo semántico muy determinado y con las que, a fuerza de convivir, apología ha acabado formando su constelación de colocaciones. Si los marcos son siempre incomparables, la apología es siempre de hechos delictivos o inmorales.
A golpe de titular, la inocente apología se nos corrompió de tanto usarla en los mismos contextos: y es que, de la misma manera que el roce hace el cariño, en lengua la convivencia crea el significado. La palabra apología, que hace apenas unas décadas era una palabra tan inofensiva y neutra como lo puedan ser hoy defensa o alabanza, ha acabado contagiándose del significado de las sospechosas habituales con las que suele aparecer. No es ya que apología haya adquirido un nuevo sentido que convive con el anterior: la pesada carga connotativa que hoy apología lleva sobre sus hombros es tan intensa que ha restringido su uso y actualmente en España es difícil dar con ejemplos de uso en los que aparezca como sinónimo de defensa y que estén libres de esta connotación. Solo tiene sentido hablar de apología para referirnos a hechos no delictivos si queremos sonar drásticos, cómicos o insinuar que lo que se defiende debería ser ilegal. Si alguien habla de una “apología de la tortilla con cebolla” podemos asumir que se trata de un sincebollista beligerante con ganas de polemizar.
Ese es el gran poder de la connotación, el de manchar términos inicialmente inmaculados a través del uso asociándoles nuevas capas de significado subliminal que despiertan la simpatía o el rechazo del interlocutor.
Y he ahí el quid de la cuestión: apología se ha convertido en un arma discursiva poderosa. La palabra apología sirve para criminalizar automáticamente la acción que sigue y convierte en presuntamente delictivo todo lo que le acompañe. La construcción “apología del referéndum” no es casual. Su función es la de trazar ante la audiencia una línea invisible que separa sin cuestionamiento lo que es válido de lo que, según quien la usa, es moralmente inaceptable para dárselo ya masticado a quien escucha.