En su discurso en el marco de la Conferencia de Alto Nivel sobre el Pilar Europeo de Derechos Sociales, Mario Draghi, otrora presidente del Banco Central Europeo en la década pos-2008, otrora presidente tecnócrata del Consejo de Ministros de Italia, declaró que “la estrategia deliberada de reducción de los costes salariales en relación con los demás, combinada con una política fiscal procíclica, tuvo como efecto neto únicamente debilitar nuestra propia demanda interna y socavar nuestro modelo social”. Es una epifanía entre trágica y agradecida, combinada con otra concesión: la de que “un cambio radical es necesario”, para “lograr la transformación de toda la economía europea”, racionalizando, armonizando y consolidando industrias a nivel europeo, pues “nuestros rivales nos están robando terreno porque pueden actuar como un solo país con una sola estrategia”.
Ratifica, una vez más, lo que ya sabíamos: a pesar de sus últimos estertores, el paradigma neoliberal que presidió la Unión Europea en la Gran Recesión de 2008 ha muerto y sido enterrado por sus propios fundadores. Se ha repetido en los últimos tiempos la consigna de que la doctrina o la filosofía neoliberal estarían intelectualmente agotadas; yo ya esbocé en una columna mis críticas a esa afirmación hace poco menos de un año esgrimiendo que, pese a ese agotamiento doctrinal, nuestra forma de pensar, de vivir, de actuar y de existir en el mundo seguían estando profundamente marcadas por la gran transformación neoliberal que ha sucedido, y que lo difícil no era que se demostrara su inconsistencia teórica, sino desprogramar sus efectos reales. Pero que sus propios apóstoles renieguen de ella tiene enormes efectos sobre la realidad.
Hay que entender el discurso de Draghi en el contexto de otros movimientos: varios medios han ido publicando que se está barajando el nombre de Draghi como posible próximo presidente de la Comisión Europea, relevando a Ursula von der Leyen. Sus apoyos forman una coalición curiosa: el primer ministro polaco, Donald Tusk, pero también Emmanuel Macron, presidente de la República Francesa… y Giorgia Meloni, presidenta del Consejo de Ministros de Italia y, Fratelli d’Italia mediante, figura capital de la extrema derecha europea. ¿Cómo explicar o nombrar el nuevo consenso que ahí parece forjarse? No exactamente como el regreso de la tecnocracia austera de la Troika europea o algunos gobiernos europeos, sino como la confirmación, quizás, de un nuevo proteccionismo europeo, con un papel renovado para el Estado, con la aceptación de la necesidad de defender sectores estratégicos (véase la nacionalización de la principal compañía energética de Francia, comprando el Estado la parte que quedaba privada más allá del 84% que ya era pública y en sus manos), con la necesidad de reforzar la Unión Europea y su autonomía estratégica frente a una posible futura legislatura de Trump que la dejaría más sola que nunca en un contexto global marcado por la guerra, el caos, la incertidumbre.
Algo muta por ahí, pero no es el único camino que ha tomado lo que en 2008 era neoliberalismo. El laboratorio de experimentación de la rama que no renuncia a sus creencias y que, si acaso, escoge radicalizarse, es Argentina y lo lleva Milei: lo minarquista, económicamente libertario, en alianza abierta con la extrema derecha tradicional, militar y religiosa. El neoliberalismo exaltado ya ha adquirido los caracteres de una religión: trata las fuerzas económicas como si fuesen fuerzas divinas. Las dos facciones que parecen dibujarse son esas: los apóstatas, que aceptan por obligación el realismo en la defensa de lo público, y los zelotes, que prefieren la muerte a renunciar a sus ideas. En España, la vía de Aznar y Ayuso es mucho más zelote que apóstata.
El rol que le depare a la izquierda esta nueva configuración es una incógnita. Ese proteccionismo, aunque necesario, puede perfectamente articularse en una dirección reaccionaria, de restricción migratoria, de pactos europeos securitarios y militarizados, de nulo respeto a los derechos humanos; su aplicación no tiene por qué ir de la mano de apuesta alguna por lo social. El nuevo tablero de juego se asume por necesidad, pero eso no significa que entre las preocupaciones de quienes lo manejen haya preocupación alguna por igualdad, libertad o justicia. Una de las consecuencias de 2008 fue el auge de la extrema derecha: si el proteccionismo futuro de Europa no es social, si la protección es para las empresas dejando atrás a sus trabajadores, esa consecuencia puede repetirse. Aún peor: si eso no lo cambia la izquierda, quizá llegue en forma de tragedia. Hace falta, como dice Draghi, un cambio radical, pero no se lo pueden quedar ellos.