El otro día me atracaron. Bajaba escuchando música por la Calle Toledo, en Madrid, cuando noté un fuerte agarrón en el bolso. Los cascos salieron disparados, también mi bolso con todo lo que llevaba dentro. El ladrón, un hombre de mediana edad bastante corpulento, se agachó torpemente, agarró mi cartera y salió corriendo. No reparó en los auriculares que seguían enredados en medio de los adoquines de la acera. Pasé bastante miedo. Madrid es cada día más peligrosa.
El párrafo anterior me lo acabo de inventar. Pero cualquier lector que no haya pasado de la primera línea se habrá creído que el otro día me atracaron. Los que no hayan pasado del final del primer párrafo creerán, también, que Madrid es una ciudad cada día más peligrosa. Esto es lo que pasa con los bulos. Muchas veces nos quedamos solo con el titular, lo masajeamos, lo compartimos, y el bulo comienza a crecer como si le hubiesen echado levadura. En dos días no me atracaron, me atracaron con violencia. En cuatro días no me atracaron con violencia, me atracó con violencia un mena. Y en seis días me instalé una alarma antirrobos porque vete tú a saber si no me okupan el piso mientras bajo al supermercado.
El idioma más practicado estos días es el bulés, que no entiendo cómo no aparece ya en el traductor de Google. Como en todos los lenguajes, el bulés tiene distintos niveles. Está el bulés A1, el que practicas si emites o compartes un bulo sin mala intención, sencillamente te lo comes con entusiasmo –aquí hemos estado todos-. Está el bulés B1, que consiste en hacer pasar por bulo lo que no lo es; es decir, referirte como “noticia falsa” a una noticia que simplemente no te gusta, pura estrategia trumpista. Y luego tenemos el advanced bulés que consiste en emitir o compartir una falsedad absoluta basada en prejuicios reales o percibidos con el objetivo de causar un daño individual o colectivo. Esto remite a sofisticadas granjas de trolls rusas, pero lo cierto es que un bulo lo puede crear o compartir cualquiera desde el sofá de su casa.
El otro día tuvimos un caso en España de perfecto advanced bulés. La Gaceta, en una noticia ya borrada, aseguró que La Resistencia, el programa de David Broncano, se había reído del atropello mortal de una niña de seis años en un colegio de Madrid. La noticia falsa era fácilmente desmontable. Básicamente, bastaba con ver el sketch. No solo no hacía ninguna referencia a ese suceso, es que además había sido grabado días antes de que tal atropello se produjese. No obstante, muchas personas –incluidos políticos– compartieron el bulo porque los rojos no respetan ni la muerte de una niña. Curioso, por cierto, que esas personas no se apliquen ese mismo baremo moral respecto al hecho de inventar y difundir un bulo sobre la muerte de una niña. El caso empeoró cuando la plataforma Movistar+, en la que se emite La Resistencia, lamentó “el tratamiento de un asunto, que conectado con la tragedia ocurrida la semana pasada a las puertas de un colegio de Madrid, ha herido extraordinariamente la sensibilidad de numerosas personas”. Pedir perdón por un bulo que te afecta a ti, disculparte por algo que no ha pasado es coronar el Everest de las fake news y ponerle una banderita. Es como si Bill Dock, el granjero de Nueva Jersey que escuchó por la radio que los extraterrestres habían aterrizado al final de su calle y que salió de casa al borde del infarto y con una escopeta, le hubiese pedido perdón a Orson Welles por si este se hubiese podido sentir ofendido.
Algo no va bien si el que pide disculpas en este país es el objeto de la mentira y no el culpable. Algo no va bien si el sentido de pertenencia a un grupo, a una idea, a una ideología, es más fuerte que la verdad, sea cual sea. El problema de los bulos no es tanto hacer que la gente se trague noticias falsas, que a todos nos ha pasado, el problema es que el aumento de noticias falsas dificulta que la gente vea la verdad. O más bien, dificulta que la gente vea más allá de sus propias verdades. Y es entonces cuando la mentira se convierte en creencia.