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Arrepentidos de Milei

Laura y su hijo Bruno.

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Desde hace algún tiempo la cuenta de X ‘Arrepentidos de Milei’ se ha convertido en una de mis favoritas de la red social. Aunque ahora comparta todo tipo de contenido en oposición al presidente argentino, sus primeros posteos eran una fotografía de la decepción; los recién estrenados votantes de Milei se daban de bruces con las consecuencias de sus políticas: la subida de los combustibles, de la energía, de la lista de la compra, del alquiler, la inflación; un extraño procesionismo de frikis libertarios jaleando el caos por las calles. 

Desde las elecciones argentinas, una parte de mí ha disfrutado viendo cómo cada teoría, fórmula o teorema neoliberal puesto en práctica ha fracasado estrepitosamente, muchas veces olvidando que, en realidad, estas fórmulas funcionan a la perfección para hacer ricos a un puñado de gente sin alma. Dicen que el que prefiere tener razón se equivoca y hay mucho de eso en mi actitud, hasta ahora, con el tema Milei. Es evidente que resulta divertido ver cómo esos mismos que creían que la subida de la nafta iba a enriquecerles –de alguna loca y mística manera– han acabado muy enfadados por la subida de la nafta, pero a veces olvidamos que, al igual que los hay arrepentidos, los hay que sabían lo que ocurriría y no pudieron hacer nada.

Hace unas semanas contactó conmigo Laura, una chica de Caseros, en Buenos Aires, pidiéndome ayuda para difundir su situación. Los que leéis esta columna con asiduidad sabréis de mi tendencia a alterar mis recuerdos y aromatizar las frases de otros para que queden mejor dichas; soy un perfeccionista del pasado, en cierto sentido; pero en esta ocasión me gustaría ceder una parte de mi espacio para, por una vez, darle voz a alguien que sí tiene algo que decir: “Mi papá nos abandonó cuando tenía diez años. Mi mamá trabajaba limpiando y tuvo depresión muchos años; ahora tengo poco contacto con ella porque está medicada y sufre de olvidos; solo me queda su hermana, que está en silla de ruedas y seríamos un estorbo para ella. Me quedé embarazada en el 2018, viviendo con una amiga en La Plata, de un hombre con el que salí unos meses, pero cuando se enteró no quiso hacerse cargo; mi hijo Bruno lleva mi apellido. Pero no empezó a irme mal de verdad hasta hace dos años: salí con un chico un tiempo y su familia no aceptaba nuestra relación porque era madre soltera. Perdí el trabajo y empecé a vender todo lo que tenía. Todo”. 

Me cuenta Laura que sus ingresos no pasan de los 120.000 pesos y que paga 80.000 de alquiler. “Mi casera me redujo el precio por mi situación. Creo que lo hace por pena, porque el hijo de ella se suicidó en esa casa hacía años, y paga por mí la factura del agua”. Me cuenta que, como no consigue trabajo, intenta invertir lo poco que tiene en medias y sahumerios para venderlos en la feria y por la calle. “No tenemos cama, dormimos en el piso en un colchón. Hace meses se rompió la puerta del horno y no la puedo reparar. Hay días que solo come mi hijo. Lo único que anhelo es trabajar; trabajar dignifica. Me siento una inservible. Pedir para comer… A veces me miran con lástima y es lo que más me duele”. 

Desde que Milei gobierna, el precio del kilo de pan se ha cuadruplicado. De 1.000 a 4.000 pesos. “La luz… de pagar tres o cinco mangos [3.000 o 5.000 pesos] a casi 30. El yogur que compro para mi niño, con Fernández estaba a 300 pesos, ahora anda por 1.500, imagínate vivir en esta inflación”. Argentina no es muy distinta al resto de países de latinoamérica en lo más idiosincrásico, y la miseria del cono sur está distribuida de manera homogénea; todos ellos han tenido gobiernos terribles y todos han tomado decisiones de las que se han arrepentido, muchas veces en tiempo récord. Odiar a Milei era un deber antes de que gobernase; arrepentirse de votarlo –y, llegado el caso, votarlo–, no es de extrañar: no sé qué decisión tomaría si viese a mi país descender a la agonía de las sombras peldaño a peldaño. Cuando uno no es pobre y empieza a serlo, está dispuesto a comprar cualquier alternativa. Laura no votó por Milei en las elecciones, ella ya era pobre antes de que la enésima oleada de pobreza asolase su país. No lo hizo en la primera vuelta y, desde luego, no pensó en hacerlo en el duelo final con Sergio Massa; la decisión de cambiar el rumbo de su país, de apostarlo todo a un arlequín oligofrénico no fue suya, sino del 55,69 por ciento de los votantes. Arrepentirse de las decisiones que uno toma es parte de la vida; arrepentirse de las de los demás, y encima, sufrir las consecuencias, es una putada.  

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