En esta España atemorizada y estupefacta el personal sanitario de la Comunidad de Madrid nos está dando a todos una lección de coraje y resistencia. No sólo estoy orgulloso de él; también estoy conmovido porque cuando sale a la calle y rodea la Asamblea de Madrid no sólo lucha por su puesto de trabajo, sino también por el espíritu universal y gratuito de uno de los sistemas de salud publica más baratos y eficaces del mundo. Su exposición pública es tanto más meritoria cuanto peor es la calaña de los cipayos que presiden la Comunidad y dirigen la consejería correspondiente. Hay muchos ojos puestos en Madrid. Si los intereses privados pasan aquí por encima de los públicos, antes o después sucederá lo mismo en el resto de comunidades, incluido el paraíso socialista de Andalucía.
Pero el formidable éxito de la marea blanca hace más evidente y doloroso el relativo fracaso de la marea verde. Ya no nos acordamos, pero antes de que esta pandilla de buhoneros pusiera nuestro sistema de salud pública en almoneda, el PP de Madrid, con la exseñora a la cabeza, concentró todas sus energías en deteriorar un poco más la enseñanza pública para que dejara de hacerle competencia a la concertada. El plan era —como lo sería luego en la sanidad— disuadir a las clases medias de que matricularan a sus hijos en los colegios públicos —que quedarían reducidos a un servicio mínimo y caritativo para los pobres—, y dirigir todo ese volumen de negocio hacia la concertada, a ser posible religiosa, y hacia los colegios de pago.
Es cierto que muchos maestros, muchos profesores, muchos padres de alumnos y muchos alumnos se vistieron con sus camisetas verdes y salieron a la calle en defensa no sólo de sus puestos de trabajo sino también de un sistema de enseñanza público y de calidad. Pero entre ellos no hubo la aplastante unanimidad que estamos viendo estos días en la sanidad o en la justicia. Las huelgas convocadas en la enseñanza no fueron secundadas masivamente y lo más significativo: algunos profesores no se atrevían a llevar por la calle sus camisetas verdes por temor a ser insultados. Los docentes no despertaron en los ciudadanos, al menos en los ciudadanos madrileños, la misma simpatía que los sanitarios o incluso que los jueces contrarios a las tasas gallardónicas.
En esta desafección tuvieron mucho que ver las intervenciones de la exvenenosa (“Hay que ver cómo se ponen los profesores por tener que trabajar una hora más”), maledicencias que se unían al proverbial resentimiento que despiertan en la gente los legendarios dos meses de vacaciones. Pero ni las unas ni el otro explican satisfactoriamente el contraste entre el éxito popular de la sanidad y el fracasillo de la enseñanza.
Aunque se vista de seda, España sigue siendo una mona intrínsecamente agropecuaria y antiintelectual. Basta la inflamación de una crisis económica como esta para que la seda del vestido se nos desgarre y nos asome el hirsuto pelo de la dehesa. Aquí no cree nadie en la educación, por más que diga. Ni en la elemental ni en la superior. Nos rasgamos las vestiduras porque el Gobierno está desmantelando nuestra precaria estructura científica, pero a la mayoría de la gente esto le importa un rábano y no es consciente de lo que significa.
Y además España se va haciendo poco a poco un país de viejos, más preocupado —lógicamente— por lo que va a pasar con las radiografías de la cadera o con los análisis de la próstata, que con la enseñanza de los niños o la inversión en investigación científica. Los cálculos de la vesícula son un problema acuciante, mientras que lo otro... Lo otro es una quimera que sólo dará resultado cuando el electorado actual esté criando malvas.