Ayuso y Aznar estuvieron la pasada semana en un acto organizado por la Universidad Francisco de Vitoria, propiedad de los Legionarios de Cristo. Entre los temas a debate, todos moderados, apareció un viejo conocido de la Teoría Ayusista de la Juventud: la flojera y debilidad de espíritu de los jóvenes actuales (por obra y gracia del socialismo, por si hiciese falta aclarar).
Vino a decir Ayuso, bendecida por Aznar, que las ayudas del Gobierno están quitándoles a las nuevas generaciones las ganas de trabajar. Y eso es inadmisible porque a uno se le pueden quitar las ganas de vivir, pero jamás las ganas de trabajar. Para poner en contexto la dimensión del problema, Ayuso recordó que cuando ella hizo prácticas de periodismo nunca miró “qué hay de lo mío, qué me vais a dar a cambio. Al contrario, agradecía la oportunidad de estar en grandes empresas”. Ahora, considera, ocurre justo lo contrario. Ahora existe un “agravio pedigüeño” que provoca que los jóvenes estén “constantemente enfurruñados”. Porque el Gobierno los quiere así, enfurruñados, débiles y con currículums menguantes.
No pedir nada a cambio de trabajar es lo que nos diferencia de los animales, le faltó decir a Ayuso. Que por todos es sabido que los alquileres se pagan con aprendizaje, ilusión, alegría y un cultivado espíritu emprendedor, el único espíritu que asusta más al ser citado que visto.
Hete aquí el viejo mantra de la teoría del esfuerzo. Ese que dice que el éxito laboral es una compensación legítima del mérito, no algo dependiente de factores externos, como la suerte o los apellidos.
A mí el esfuerzo me parece algo encomiable. Lo valoro como trabajadora, valoro estar rodeada de gente que se esfuerza. Me pone nerviosa la vagancia, de hecho. Pero el esfuerzo no es infalible. Ni siquiera se aproxima a ser determinante. No puedo contar con los dedos de las manos la cantidad de compañeros brillantes y currantes que no pudieron seguir en los medios de comunicación en los que he trabajado porque no había dinero para contratarles, una vez terminadas sus prácticas. También son incontables los compañeros que tuvieron más meses para demostrar su valía profesional porque accedieron al medio de comunicación vía máster (que siempre da acceso a más prácticas). O los que se quedaron en la empresa porque estuvieron en el lugar y momento oportunos.
En este sentido, la teoría de la meritocracia es profundamente engañosa y autocomplaciente. Presenta un mundo en el que el éxito está determinado únicamente por el mérito y en el que, por tanto, el éxito es reflejo de uno mismo. Su alquimia ideológica transmuta la suerte en valía personal, o los privilegios (como los de acceder a un máster, por ejemplo) en méritos propios. Y, en sentido contrario, nos muestra el fracaso como resultado único de la debilidad personal.
Suele ocurrir que quienes aluden con más frecuencia a la cultura del esfuerzo son los que seguramente menos han tenido que esforzarse; que los que hablan de no pedir nada a cambio de un trabajo, lo han recibido casi todo a cambio en sus vidas. Suele ocurrir que los que defienden la cultura del esfuerzo como dogma incuestionable, se refieren exclusivamente al esfuerzo de los demás.