Hoy todos somos Barcelona, como en su día todos fuimos/fueron Madrid, Londres, París, Bruselas o Berlín, y también Bagdad o Kabul. Hoy todos estamos con las víctimas y sus familias. También hoy, como ayer, como siempre, tenemos que mantener la calma ante el terror. Aunque cueste, aunque duela. No podemos dar pasos atrás en nuestra libertad, ni en nuestra manera de vivir, no podemos conceder ese triunfo a los asesinos.
Los atentados más sofisticados, como lo fueron los del 11S en Estados Unidos o el 11M en Madrid, han dado paso en los últimos años a los atropellos masivos. Con camiones, como en Niza, con furgonetas o coches, los terroristas ya no necesitan bombas ni tecnología para matar. Tan solo lugares en los que se producen grandes concentraciones de gente. Personas en muchos casos que celebran una fiesta o disfrutan de sus vacaciones, pero a las que une sobre todo que están o viven en ciudades.
Esos espacios de convivencia son los elegidos por los asesinos. Allí saben que hacer daño a muchos con poco esfuerzo es relativamente sencillo y también que el eco de su barbarie está garantizado. Pero precisamente en las ciudades, en las que ya vivimos más de la mitad de la humanidad, es donde se puede hacer mucho para luchar contra el odio de unos pocos radicales. Trabajar por la libertad y la democracia y por dar oportunidades a los más desfavorecidos tiene que ser un camino que no debemos interrumpir.
Eso no quiere decir que nos conformemos. Que no seamos capaces de enfrentar un problema que tiene al mundo acongojado. Al mismo tiempo que nos hemos acostumbrado a la seguridad, los controles y las incomodidades, debemos estar atentos y exigir a las autoridades eficiencia. Que se concentren en lo importante. Que actúen con profesionalidad. Y que enfrenten con el rigor y la dureza necesarias al ISIS (que ya ha reivindicado el atentado de Barcelona) allí donde se pueda minar su fortaleza.