Abrieron las puertas del Congreso y entraron todos los bárbaros. Sin corbatas los hombres, con chamarras, con esos pelos, sin traje chaqueta las mujeres, sin broches en forma de mariposa, sin perlas, hasta un bebé con obvias necesidades de lactancia... un sindiós que hubiera dicho Agustín González con grandes aspavientos en su papel de cura de 'La escopeta nacional'. ¿Qué será lo siguiente?, se preguntaban en algunos momentos los diputados del PP atornillados a sus escaños. ¿Un diputado con rastas? Pues ahí estaba, dándole un susto a Mariano, el presidente al que se le ha puesto cara de registrador de la propiedad de Santa Pola.
Los representantes electos de Podemos añadieron al juramento o promesa de la Constitución coletillas propias para subrayar sus intenciones, sobre todo, su intención de cambiar la Constitución. Nada del otro mundo, según una sentencia del Tribunal Constitucional que aceptó hace tiempo que se incluyan referencias como la de “por imperativo legal”. No hay nada menos revolucionario que presentarse a unas elecciones, ganar el escaño y tomar posesión para formar parte del proceso legislativo de una democracia. A partir de ahí, unas cuantas palabras de más escasamente se pueden considerar un desacato.
La gente de Podemos colocó su ropa en los respaldos de las butacas, dando al hemiciclo el alegre aspecto de una clase universitaria. Hubiera sido más cómodo dejarla en el ropero, pero vieron a Montoro deambulando por allí y se debieron de asustar.
Lo malo es que los principales partidos y medios de comunicación del país tomaron la jornada de estreno como una afrenta a las venerables costumbres democráticas del país, por lo demás nada antiguas. “Grotesca y desafiante escenificación”, “un circo sonrojante”, clamó ABC en su editorial. “Un show político”, “opereta de baja estofa”, fue la respuesta de El Mundo. “Sobran las faltas de respeto al Parlamento”, dijo el editorial de El País, que hasta se molestó por que Podemos presentara su candidata a la presidencia del Congreso, Carolina Bescansa, que fue derrotada por Patxi López. Se diría que entre los usos y costumbres de la Cámara está la obligación de que haya un solo candidato a cada puesto. El recuento es mucho más fácil.
La profusión de columnistas en los periódicos –cada vez dejan menos espacio a las noticias– permitió todo tipo de adjetivos peyorativos, de sentimientos de superioridad ante los nuevos y también de temor ante los tiempos que corren. Rubén Amón citaba a uno de los “viejos cronistas parlamentarios”, horrorizado ante el trabajo que se le viene encima: “No conocemos a nadie y nadie nos conoce a nosotros”. El horror. El horror. Habrá que hablar con la gente.
Por amor de Dios, si algunos llegaron hasta en bici al Congreso, con lo que contaminan y lo peligrosas que son para la integridad de los conductores de coches.
La única que se diferenciaba con claridad de este apocalíptico clamor era Lucía Méndez en El Mundo, alguien que lleva tiempo escribiendo que lo peor de la vieja política tiene un aspecto cadavérico y que lo mejor tiene que hacer mucho para estar a la altura de las tareas pendientes. Los políticos más perplejos, cuenta, son los acostumbrados a las “reglas de tres aprendidas en la Transición”, y hay un problema con esas costumbres: “Reglas que se han ido haciendo viejas sin darse cuenta”. Los que menos se han dado cuenta son los que ahora no paran de persignarse ante la llegada del Anticristo.
Los circos no son algo que uno relacione con el funcionamiento de las instituciones democráticas, pero los cementerios tampoco. Y el Congreso de los Diputados ha sido un cementerio durante mucho tiempo. De todos los ejemplos que puedan darse hay uno que destaca sobre los demás. En 2013 tuvo que venir el Tribunal Europeo de Derechos Humanos a decirnos que la ley hipotecaria era abusiva y dejaba a los consumidores desprotegidos en caso de necesidad. Lo más escandaloso era que la ilegalidad procedía del hecho de que no se había aplicado en España una directiva europea aprobada veinte años atrás. En todo ese periodo de tiempo, los sucesivos parlamentos no tuvieron tiempo para aplicar esos derechos a la legislación española o exigírselos a los gobiernos. Estaban muy ocupados siendo respetables con sus trajes y corbatas.
Un año después, Estrasburgo volvió a reconvenir al Estado español, que persistía en el mismo error con una reforma de la ley que continuaba privilegiando a los bancos sobre los consumidores.
Durante todo ese tiempo, los diputados abjuraron de su responsabilidad. Como en tantas otras cosas, el legislativo se convirtió en el eficaz mayordomo del poder ejecutivo, una extensión de las mayorías absolutas e incluso de las mayorías relativas reforzadas con el apoyo de algunos partidos. Los gobiernos nunca han tenido miedo del Congreso (no hablemos ya del Senado para no reírnos de una institución con nombre de tanta solera), que en España ha operado con la misma pasividad que en muchos sistemas presidencialistas.
Patxi López, nuevo presidente del Congreso, ha dicho en una entrevista con este diario que existe una “voluntad de hacer del Congreso el epicentro de la política”. Ánimo, que se note, porque hasta ahora no ha ocurrido así.
Así que, ante la duda, mejor un circo que un cementerio. No más zombis en las instituciones que esperan 20 años para reformar una norma injusta, y sólo porque se lo ordena una institución judicial europea.