Hace unos meses escribí un artículo en este diario que se titulaba “No todos los hombres”, haciendo referencia a los que usan esta frase como queja cuando una mujer confiesa que tiene miedo a solas con cualquier desconocido. Criticaba el hecho de que tantos hombres se centren en defenderse de una generalización, mientras obvia por completo su miedo, incapaces de ponerse en sus zapatos para imaginar cómo debe de ser vivir así. Pero hay otros, muchos, que también nos humillan cuando reconocemos que no nos sentimos seguras: “menuda histérica” o “ve al psicólogo, tienes manía persecutoria”, son frases que hemos escuchado todas las que nos hemos atrevido a decir “pues, sí, siento miedo”.
No es un miedo que se instale solo, nos educan así desde pequeñas con mensajes reiterativos como “no te quedes a solas con Fulanito”, “no te fíes de Menganito”, mientras que de las mujeres nunca nos alertan, con ellas estamos siempre a salvo. Si a este miedo con el que nos educan, se une luego la experiencia de que, efectivamente, quien te agrede por la calle, en tu barrio, en tu pandilla o en discotecas es siempre un hombre, no es tan difícil darse cuenta de que nuestro miedo es legítimo y lógico. No es difícil a menos, claro, que no te centras en ti como hombre, viviendo esta realidad sólo como un ataque a tu género, cosa que hace la gran mayoría, en vez de respetar a las afectadas, intentar empatizar con ellas y escuchar sus quejas y necesidades.
Por aquel artículo que pueden leer aquí, llamado “No todos los hombres”, recibí insultos y amenazas durante días, el correo se me llenó de más de lo mismo y este diario recibió quejas de lectores por email y en Twitter, por lo que escribí una segunda parte (“No todos los hombres II”). Pero seguía importando más la generalización de ellos que los miedos de ellas.
Ayer fue asesinada Soraya. La víctima número 17 en los 53 días que llevamos de 2016. La mató un hombre con el que había estado saliendo dos semanas. Dos semanas. Ella lo dejó entonces porque vio comportamientos que no le gustaron. Él, como represalia, le dijo a su hijo pequeño: “Voy a llevar a tu madre a un viaje del que no va a volver nunca”. Soraya lo denunció a la policía, quien decidió que la amenaza no era creíble, por lo que no le puso escolta. Le dieron el móvil de un policía, eso sí, por si pasaba algo. Y pasó, claro. El asesino entró en el bar donde Soraya trabajaba y le disparó. A Soraya, qué cosas, no le dio tiempo a llamar al policía de referencia que le habían asignado.
El caso de Soraya, creí, quizá sirviera sólo para una cosa: concienciar a muchas mujeres de que todas somos víctimas potenciales de un feminicidio. Y que lo somos porque somos mujeres. Quizás ayudara a darnos cuenta de que esta lacra no sólo va con algunas que “no supieron elegir bien”. Esta misma reflexión hice esta mañana. Las respuestas, desalentadoras, volvían a ser las mismas de siempre: “Es injusto, no todos somos asesinos”, “no mezcles a un loco con todos los hombres”, “¿y ella qué vio en una persona así?”
Por un lado, te ridiculizan por tener miedo de desconocidos, y por el otro, te juzgan porque te confiaste y saliste con un tipo que no conocías. Por un lado, tienes la culpa por vivir con miedo. Por el otro, deberías haber temido algo, sospechar algo. Por un lado no puedes no sentirte libre, por el otro, ¿en qué estabas pensando para salir libremente con un desconocido? Por un lado, somos unas histéricas con manía persecutoria, por el otro, algo nos pasa para sentir atracción por alguien así.
Se sigue dando por hecho que un feminicida es un “loco”. Un señor con un cartel que pone “Voy a matarte”. Alguien que da pistas cuando te conoce, que te avisa, que habla y se mueve de una determinada forma, alguien que no deja lugar a dudas de que dentro de dos días va a ir al bar donde trabajas y a dispararte. Casi 900 asesinatos después, no ha calado aún la consigna feminista de que no se trata de locos, sino de hijos sanos del patriarcado.
También se sigue dando por hecho que las asesinadas tienen todas algo en común: no son muy listas o son muy inseguras. Es decir, al verdugo se le excusa con problemas mentales y a las víctimas se las culpa por no verlo venir o, aún peor, verlo pero no hacer nada para salvarse. Con esta reflexión poco profunda lo que conseguimos, por una parte, es una sociedad donde las mujeres tomamos distancia de la violencia de género y nunca sentimos que Soraya podríamos haber sido nosotras. Y por otra, una sociedad donde ellos siguen sin sentirse interpelados, sin revisar cuánto machismo están reproduciendo en su día a día y qué parte de su comportamiento sustenta esos feminicidios.
Una sociedad, en resumen, donde el lamento verdaderamente escuchado sigue siendo el “no todos los hombres”.