Una de las grandes victorias del sistema patriarcal es la enemistad que nos enseña a tener entre nosotras. En muchas mujeres no lo llega a conseguir nunca, incluso sin tener estas conciencia feminista aún. No fue mi caso. En algunos aspectos, yo fui enemiga de mujeres por motivos por los que nunca me enemisté con hombres.
Durante unos años trabajé como auxiliar de vuelo y las normas con respecto a la imagen eran excesivamente duras (por usar un eufemismo). Rímel, lápiz de labios, colorete, retoques en cada escala, camisa siempre por dentro, sonrisa perenne, sumisión. La inmensa mayoría de mis compañeras seguían a rajatabla y sin aparente esfuerzo todas las reglas. A mí me costaban la vida. Durante aquellos años, me debatía entre la certeza de que algo andaba mal en mí por no ser “femenina” por defecto y la sospecha de que el resto de compañeras eran robots programados para tener el maquillaje y la ropa siempre impecables sin aparente esfuerzo.
Ellos, por su parte, tenían muchísimas menos normas: con que fueran con la ropa planchada y bien afeitados sobraba. Aun así, ellos se quejaban de que se les irritaba la cara, hablaban con jefatura para que rebajasen el nivel de exigencia en cuando al afeitado, etc. Nunca conseguían nada, pero sus pataletas estaban bien vistas. Incluso hacían gracia. Nosotras nunca decíamos ni esta boca es mía. Y cuando yo protestaba en petit comité, las miradas censuradoras de mis propias compañeras me dejaban claro que estaba bien sola en mi cruzada contra la perfección.
A ellos, yo lo admiraba por su desparpajo; a ellas no les perdonaba su sumisión complaciente. Conforme fui adquiriendo conciencia feminista, fui entendiendo que tanto el desparpajo de ellos como la sumisión de ellas no eran motivo ni de loa ni de castigo, sino que cada uno protestaba en la medida en la que les estaba permitido, tanto en la sociedad como dentro de la compañía.
El patriarcado nos gana muchas batallas a lo largo de nuestra vida. A mí me ha ganado miles de ellas. De la misma forma que la mayoría de mis compañeras me parecían tontas de capirote, yo a éstas mismas tampoco debí despertarles demasiada simpatía. Es sólo otra forma de enemistarnos, de juzgarnos, de no ver más allá. Y mientras nosotras nos distanciábamos, ellos se unían para patalear juntos. No sólo eso, sino que contaban con nuestro apoyo y nuestra aprobación. “Pobres, es que mira cómo se les irrita la piel”.
Esta pequeña anécdota se puede elevar a todos los niveles, desde un simple grupo de mujeres en una compañía de aviación a todas esas mujeres que siguen clamando que “nadie habla de los hombres maltratados”. “¿Es que nadie piensa en ellos?”, “¿Por qué no pueden llamar al 016?”, “¿No queremos igualdad?”.
Este discurso en boca de mujeres es doblemente hiriente, porque están colaborando con el grupo privilegiado en su propio detrimento. El sistema las alienta a protestar por ellos, los cuidan, los protegen, mientras callan y acatan cuando ese mismo sistema se sobrepasa con ellas. Porque así nos lo han enseñado. A nosotras nos obligan incluso a medir el espesor de nuestras medias y miden la longitud de nuestros tacones, nos abren expediente si no cumplimos la normativa, y también si no retocamos nuestros maquillaje varias veces al día, pero es que “debe ser así”. Que ellos vayan afeitados cada día es algo insoportable que no se debe tolerar.
A nosotras nos violan, nos acosan, nos discriminan y nos matan. Y lo hacen ellos. Pero muchas, muchísimas mujeres han aprendido que es soportable, nos acostumbran a ellos las cifras de feminicidios anuales y nos adormecen los titulares en las páginas interiores de los periódicos: “Hallada muerta una mujer en Vigo. Detenido un hombre”. Y del goteo incesante de asesinatos, nos anestesiamos. Sin embargo, cuando un hombre es asesinado por su mujer (si es que alguien recuerda cuándo fue la última vez que esto pasó sin que mediara un maltrato de por medio) ellas mismas ponen el grito en el cielo.
De la misma forma que en occidente nos revolvemos contra el terrorismo que afecta a occidentales pero ni pinchamos en noticias donde las víctimas no son blancas. Las violencias de los privilegiados duelen más, porque damos por hecho que los oprimidos están acostumbrados, que no lo sufren como nosotros. El patriarcado nos enseña a empatizar más con ellos que con nosotras mismas, por eso, mujeres sin conciencia feminista aún inundan de comentarios las redes sociales (y fuera de ellas) quejándose en favor de ellos mientras a quien siguen acosando, discriminando, violando y matando de forma sistemática es a nosotras.
La sororidad que se aprende con el feminismo debería darnos la paciencia para contestar a esas mujeres que no pueden equiparar violencias puntuales contra hombres por motivo ajenos a su género con la violencia contra las mujeres por el simple hecho de ser mujer: violencia que incluso la OMS considera ya de proporciones pandémicas. Ablaciones, lapidaciones, violaciones con posterior cárcel para ellas por adúlteras, acosos impunes, violaciones sin ajusticiar, asesinatos reivindicados por sus perpetradores en las redes sociales...
Y esa sororidad para con ellas por nuestra parte es un tema que muchas feministas tenemos pendientes. Porque nos puede la rabia y la impotencia. Y por supuesto son legítimas. Pero quizás tenemos que esforzarnos, porque todas somos susceptibles de llegar a entender la diferencia entre una violencia y otra. Y pensando fría y estratégicamente, en esa sororidad y en esa paciencia está la clave para que seamos cada vez más las feministas con perspectiva de género. Y esto lo digo también por mí, que estoy muy lejos aún de tomar distancia emocional con casos de mujeres colaboracionistas con el machismo.
Las feministas tenemos el derecho a no recurrir a la pedagogía cada vez que se tercien estos casos pero, en realidad, sería lo ideal para que la lucha siga tomando fuerza. Hacer de tripas corazón puede que nos dé alas para un fin victorioso, para que tras perder miles de batallas, consigamos ganar la guerra.