Desde que los ha habido, todos los momentos de auge y tensión social en España se han traducido en un gran debate territorial. Es más, los periodos sin gran debate territorial de los dos últimos siglos coinciden con aplazamientos –violentos o no, pero sí verticales– de la tensión social y, en general, con una reducción del margen de lo opinable –exemplum: la Restauración, el Franquismo, la Restauración2.0–. El hecho de que este debate esté a tutiplén, bajo la forma –por ahora– del Procés Català, indica que estamos en uno de esos momentos históricos de auge social. Es decir, de formulación de la época, de formulación de la agenda de futuras demandas democráticas, y de posible ruptura. No se puede dar carpetazo a esos momentos metiéndolos en la carpeta Windows de anticentralismo/federalismo/cantonalismo –cuando sucedían en el siglo XIX–, o de nacionalismos –cuando suceden en el siglo XXI–. Ignoro por qué sucede eso pero, en todo caso, el tema territorial es el que acostumbra a ordenar el resto de temas por aquí abajo.
El pasado martes, en el Congreso, se pudo ver un poco todo ello en funcionamiento. Es decir, se pudo ver el esbozo de una época, de la agenda de la nueva época y, posiblemente más aún, el fin de una época. Se pudo ver qué pide el Parlament de Catalunya, el desglose de ello en diversas sensibilidades –en ocasiones, contradictorias–, y cómo el tema territorial –debe de ser, en verdad, muy amplio y potente, y debe de asumir otros temas en él, por tanto–, sometió a contradicción a todos los que participaron de él.
Lo que pedía el Parlament era sencillo como un botijo. Y, por primera vez, se pudo escuchar en toda su pequeñez: la cesión excepcional de competencias del Estado para convocar un referéndum no vinculante –y, quedó claro, sólo uno y una sola vez–. No sería la primera ocasión que se realiza esa cesión. Verbigracia: gracias a ese mecanismo se creó el Benemérito Cuerpo Armado de los Mossos. Anyway. Se ofreció al Gobierno la posibilidad de, a cambio de esa cesión, pactar la pregunta, la fecha e, incluso, una propuesta de Estado –en un momento en el que un guardia jurado es Estado, un Estado puede ser cualquier cosa; en el siglo XXI, un Estado será cualquier cosa–.
El Parlament, vamos, pedía proseguir con la dinámica de la Transición. Pactar lo que sea, en las alturas, y con ello canalizar una demanda ciudadana que no tiene por qué coincidir con el resultado de ese pacto. En cierta manera, lo que se proponía es salvar un Régimen –Mas, la Generalitat, son parte del Régimen del 78–. Duran i Lleida, profesional del Régimen, resumió el carácter dramático de esta demanda no atendida en la frase: “Pactemos algo para seguir pactando”, todo un SOS dramático, que no fue ni escuchado ni entendido.
Por lo demás, y como sello de que tras el debate territorial confluyen otros debates, la delegación del Parlament habló de la propuesta a través de diferentes accesos. Turull presentó ese referéndum pactable y reducible, como el límite de la democracia. Rovira habló de la independencia desde el patriotismo y como solución a políticas postdemocráticas que, por otra parte, ha emitido en el Parlament. Herrera, el discurso más impregnado del vocabulario creado en la sociedad desde 2011, habló de fin de Régimen, no habló de identidad, y presentó la propuesta como una ampliación de la democracia que prefiguraba una intensificación de la democracia directa.
La recepción de la propuesta también fue contradictoria, a pesar de su unidad. Rajoy, Rubalcaba y Rosa Díez hablaron desde un Régimen que ya no existe. En 2012, con la reforma exprés, se mató el único pacto amplio de la Transición –nos dais Bienestar y os quedáis con todo lo demás–. O aún no han percibido que el Régimen del 78, en realidad, es el Régimen del 2012, y que tiene serios problemas de legitimidad, o aún no han conseguido someter a vocabulario democrático la contrarreforma democrática que han hecho.
El discurso de Rajoy careció de las palabras mágicas del discurso democrático de los últimos 35 años –libertad o democracia–. En su lugar, apareció Constitución y ley. Lo mismo que Rubalcaba, que ofreció como bonus-track el federalismo que el propio PSOE cepilló en la última reforma del Estatut. Un federalismo no por todo lo alto, pero sí pactado en lo alto, sin democracia y libertad en su vocabulario, pero con mucha ley y Constitución, palabras rajoyrubalcabianas que ilustran que el Estado, en su despiste, sólo sabe que no está por preciosismos. Rosa Díez quizá fue quién dibujó mejor esa escuela de pensamiento tan restrictiva, y, me temo, tan llena de futuro, que no admite como animal de compañía ni el referéndum no vinculante pactado en todos sus tramos. A través de esta frase: “En democracia, lo importante no se vota”.
Lo contradictorio de esa propuesta territorial es eso. Es una propuesta continuista y, todo lo contrario, rupturista, patriota y, todo lo contrario, cívica, postdemocrática y, todo lo contrario, absolutamente democrática. Y su respuesta por parte del Estado también es contradictoria: rompe una dinámica de pacto –es decir, de reducción e, incluso, desactivación de propuestas–, mientras se añora lo contrario. No es consciente de que en ese debate, no sólo el Parlament luchaba por su supervivencia, sino también el Estado. No es consciente de que la ruptura la promueve el mismo Estado, al no negociar una propuesta muy negociable. Posiblemente, esa ruptura no se produjo el martes, se produjo en 2012 con la reducción absoluta del marco Democracia. Ese 2012 se puede traducir en lo territorial –esa cosa rara, que nunca es sólo territorial–, como un 1898. Un profundo cambio de mapa.