Lo primero es no hacer daño. Es una máxima que la izquierda tendría que haber serigrafiado en una cartulina, a más grande mejor; después, lo mejor habría sido que la colgara en su pared, de tal forma que pudiera haberla leído cada día, irremediablemente. Sin excusa. Antes de negociar: lo primero es no hacer daño. Antes de intervenir en medios: lo primero es no hacer daño. Ahora, que buena parte del daño ya está hecho, también serviría de algo: para recordar los errores cometidos con tal de no volver a cometerlos. Cualquier volantazo es un volantazo tardío. Con los resultados en la mano, comprendiendo que quedan escasos días para poder cerrar una confluencia de cara a las elecciones generales, tras el batacazo de las autonómicas: lo primero tendría que haber sido no hacernos daño a nosotros mismos.
Hay unas cuantas verdades incómodas que cabe analizar y desgranar en medio del clamor popular por la unidad. La primera: que la unidad a cualquier precio no nos salvará de lo que viene. Todos los argumentos electorales a favor de la unidad son correctos: no hay nada que hacer frente a la derecha en un escenario en el que la izquierda se presenta en multitud de candidaturas que harían imposible superar en la tercera posición a Vox, beneficiando necesariamente a este último en el reparto de escaños, por culpa, llanamente, de la aritmética y su reparto provincial. Pero esto no quiere decir que, por ir juntos, los votos fueran automáticamente a sumarse, sin pérdidas de por medio; menos aún a multiplicarse. El año 2016 sienta un precedente: cuando Podemos e Izquierda unida concurrieron separados, en diciembre de 2015, obtuvieron 5.189.463 y 923.133 votos, respectivamente; yendo juntos, la suma total fue de 5.045.164 votos. Un millón de almas se perdieron por el camino de la unidad y la suma de diputados permaneció igual.
No estamos en 2016. Estamos más débiles. De hecho, una de las diferencias fundamentales está en las animadversiones que se han ido construyendo en estos últimos años. Por más que las diferencias programáticas sean menores, las diferencias estratégicas y retóricas sólo se han exacerbado. ¿Cuántos electores de Podemos tragarían con una lista por Madrid en la cual el papel primordial, por justicia, fuera para Más Madrid? ¿Y por qué les costaría tanto soportarlo? Porque se ha incendiado el ambiente para que sólo se hable de magdalenos, traidores y Errejudas. Las fronteras antes porosas entre los que habitaron un mismo espacio político se han llenado casi de concertinas. No sólo los espacios en redes más afines a Podemos llevan meses con toda su artillería cargada contra Yolanda Díaz: la guerra la han animado incluso sus dirigentes y sus odios son palpables. Con la desconfianza de la negociación de las listas de las municipales y autonómicas, con cada cual considerando al prójimo como un activo tóxico, ¿cómo se construye una unidad mínimamente seductora? Si antes de ayer la lógica de campaña en la Comunitat Valenciana era llamar a Compromís “un partido de centro conservador”, ¿cómo llamas a tus electores a votar por los conservadores? Si a día de hoy se sigue abonando la inquina y el desprecio, o hablando de humillación, ¿cuánto vale la unidad al peso y qué mitos falsos se requieren para fundarla?
Que nadie interprete que abogo por la ruptura absoluta. Creo que sería aun peor. Pero desconfío de la capacidad repentina para el olvido y considero que se ha alimentado una bestia a la que ahora es muy difícil pararle los pies. Si la izquierda fuera dividida, la abstención masiva que ya hemos vivido en estas municipales y autonómicas podría ser todavía más mortífera. Pero que vaya unida no augura ni de lejos un resultado excelente; y, sobre todo, no asegura unos órganos de coordinación que permitan, en la futura legislatura, una convivencia pacífica o un rearme. Una coalición forjada en diez días podría estallar por los aires el día posterior a las elecciones. Es lo que tienen los matrimonios de conveniencia cuando se pactan entre personas que no discrepan demasiado, pero cuyos lazos se han endurecido tanto que se han visto obligados a detestarse.
La segunda verdad incómoda la esbozaba la filósofa y expolítica Clara Serra. “Es preocupante que, mientras identificamos una sólida ola reaccionaria, lo único que pensemos es cómo vamos a presentarnos a las elecciones. Lo que está desaparecido es el para qué. La derecha lleva rato con las luces largas, nosotros demasiado cortas”, afirmaba en Twitter. La idea de un proyecto de país para la próxima década, en la que tanto ha insistido Sumar, era interesante precisamente por el remedio que planteaba a esa enfermedad cortoplacista. Lo peor sería que esa idea se olvidara y lo único que nos quedara fuera un bloque antifascista para el próximo mes. ¿Qué proyecto de país compartido se maneja, más allá de la voluntad de maximizar un resultado electoral que algunos prevén ya mediocre? ¿Cuál es el pueblo que se aspira a ilusionar? ¿En cuántos milagros estamos dispuestos a creer? Si se pierden las elecciones, ¿qué será de un grupo parlamentario regido por la desconfianza mutua y el desgobierno? Si milagrosamente se ganan, ¿qué instrumentos tendrá esa unidad, si es que nace, para persistir en su existencia al día siguiente?
Sé que lo mejor es enemigo de lo bueno y que a veces las cosas han de ser por necesidad. Pero ojalá, en esa necesidad, no se olvide lo que hace falta para que los proyectos sean mínimamente funcionales, útiles, solventes, serios y no quimeras. Sumar ya está registrado como partido instrumental para que, ostentando personalidad jurídica, capitanee una coalición necesaria. Quedan días para firmarla. Ojalá no sea solamente, como digo, una coalición necesaria, sino una buena coalición: si no el resultado, al menos el germen de otra cosa, la primera grieta de su posibilidad. Que quienes han de estar sepan no hacer daño. Y que nadie olvide estas verdades incómodas; o, mejor aún, que nadie tenga que recordarlas demasiado tarde.