Primero fue un estudio elaborado por dos miembros del MIT Election Data and Science Lab y encargado por el think tank Centro de Investigación Económica y Política (CEPR) y el diario The Washington Post, y ahora The New York Times y CNN con un estudio de investigadores independientes. Todos ellos han concluido que el principal soporte para justificar el derrocamiento de Evo Morales en Bolivia, la acusación de fraude por parte de la Organización de Estados Americanos, no se sostiene. “Examinamos detenidamente la evidencia estadística de la OEA y hallamos problemas con sus métodos”, dijo Francisco Rodríguez, un economista que enseña estudios latinoamericanos en la Universidad de Tulane. “Una vez que corregimos esos problemas, los resultados de la OEA desaparecen, sin dejar evidencia estadística de fraude”, así de contundente se pronunciaba en The New York Times hace unos pocos días, el pasado 7 de junio.
Evo Morales, el primer presidente indígena de Bolivia, se postulaba para un cuarto mandato en las elecciones presidenciales del 20 de octubre. La Misión de Observación Electoral (MOE) de la OEA, el día después de la elección, emite un comunicado en un tono beligerante, sin ningún elemento técnico, insinuando que había algo fraudulento en los resultados porque hubo un cambio de tendencia en el recuento. Lo que había sucedido, sencillamente, fue que, con el 83,85% del conteo preliminar, había 7,9 puntos de ventaja para Evo Morales sobre el opositor Carlos Mesa, es decir una diferencia insuficiente para ganar sin segunda vuelta. Pero ya con el 95% del conteo preliminar, Morales había sobrepasado el umbral de los diez puntos para ganar en primera vuelta. En Bolivia, las elecciones presidenciales se ganan en primera vuelta si un candidato ha alcanzado el 50% de los votos, o un 40% con diez puntos de diferencia con el siguiente candidato. La diferencia se explica porque faltaba contabilizar una gran cantidad de votos en zonas donde ya existían tendencias de votación muy favorables a Evo Morales. Regiones remotas donde Morales solía ganar con 30 puntos o más de diferencia. La mecha del fraude prendida por la OEA generó disturbios entre sectores opositores y dio alas a gobiernos enemigos de Evo Morales que, rápidamente, comenzaron a pregonar el fraude electoral en los medios internacionales.
Lo siguiente es de sobra conocido: los militares exigen el cese del presidente, se inicia la persecución de todo su gobierno y se produce el exilio hacia México de Evo Morales y el vicepresidente Álvaro García Linera.
El 12 de noviembre de 2019, en una corta sesión legislativa sin quórum, la diputada Jeanine Áñez, cuyo partido tenía tan solo cuatro escaños de los 130 que componen la Asamblea Nacional, se proclama presidenta interina de Bolivia alegando sucesión constitucional con el apoyo de la tercera parte del Parlamento. Ha ido retrasando las elecciones presidenciales que, en este momento, están previstas para el 6 de septiembre.
Como ya sucedió con los derrocamientos irregulares de otros presidentes progresistas, como Fernando Lugo en Paraguay o Gabriel Zelaya en Honduras, los gobiernos europeos y los grandes medios de comunicación se sumaron a los hechos consumados y dieron por bueno el derribo de gobierno mediante formas que poco se diferenciaban de un golpe de Estado. Esos grandes medios que prepararon el ambiente de fraude electoral para justificar el golpe ahora descubren que el único fraude fue lo que ellos nos contaron.
Lograr que esos derrocamientos sean asumidos por la comunidad internacional requiere la preparación de toda una tramoya justificatoria, una coartada argumental que, al menos en las primeras semanas, pueda ahogar cualquier conato de indignación en los ciudadanos demócratas del resto del mundo. Y esa fue la función de la OEA y los medios y gobiernos que se apoyaron en informes que ahora se muestran fraudulentos y tramposos. Cometido el crimen, esos mismos medios ahora intentar lavar su imagen abanderando el descubrimiento de una falsedad que era de sobra conocida por cualquier testigo honesto de la política boliviana.
Es un modus operandi que se repite en Latinoamérica. En febrero de 2019, las portadas de la prensa internacional mostraban el incendio de camiones de ayuda humanitaria destinada a Venezuela y responsabilizaban, cómo no, al gobierno de Nicolás Maduro. El diario El País dedicó el 24 de febrero tres páginas a aquellos acontecimientos. “El régimen ha dejado al descubierto su cara más miserable al quemar algunos camiones cargados de medicinas y alimentos”, decía el editorial al día siguiente. Pocos días después, el 10 de marzo, The New York Times publicó un exhaustivo reportaje titulado ¿Quién fue el responsable del incendio de la ayuda humanitaria para Venezuela?, en el que se demostraba –con vídeos incluidos– que fue un opositor el que provocó el incendio con un cóctel Molotov. Siete meses después, El País del 29 de septiembre reconoce en una columna del defensor del lector que sus informaciones acusando al Gobierno venezolano de quemar ayuda humanitaria eran mentira. Los responsables de El País dicen que “se percataron de la importancia de lo ocurrido al ver lo publicado por TNY”, pero que “los reporteros de El País ya estaban enfrascados en otras noticias relevantes, como los cortes de electricidad que empezaron el 7 de marzo en Venezuela”. Y, claro, no tenían tiempo para contar la verdad.
La memoria de las audiencias es corta, la indignación ante un engaño se evapora al poco tiempo. En tiempos donde la información es de consumo rápido, basta con mantener unas semanas la mentira de un fraude electoral, la inmoralidad de incendiar un cargamento humanitario o disponer de armas de destrucción masiva, para tener carta blanca para lo que se desee: un golpe de Estado, una invasión militar, desactivar a un líder político... Luego los mismos que nos engañan reconocen el “error”, su delito queda consumado y vuelta a empezar. Hasta la próxima mentira.