Breve apunte natural de lo que nos está esperando ahí fuera

Qué difícil resulta contener ese instinto atávico, esa fuerza biomotriz que le empuja a uno a echarse al campo en estos días de primavera recién estrenada. Pero no.

Por el bien común, por el bien de todos, incluso por amor al campo y las gentes que lo habitan: debemos contener ese impulso. Templar el ánimo, retener la emoción y seguir las instrucciones de nuestras autoridades sanitarias hasta que todo pase. Porque pasará.

Y el campo va a seguir ahí, no se va a ir a ningún lado: nos aguardará el tiempo que sea necesario. Aunque eso no evita que lo estemos echando tanto de menos, que ansiemos palparlo, olerlo, escucharlo, mirarlo y hasta degustarlo.

La gente me dice estos días que nota algo raro en los pájaros: como si estuvieran más vivaces, más contentos y más bonitos que antes de nuestro encierro protector. “Parece que a la naturaleza le sienta bien que nos hayamos retirado a nuestros aposentos”, me comentaba un compañero de redacción. Pero no: no es así. Lo que pasa, simplemente, es que ahora la miramos.

Creo que una de las vocaciones que está despertando nuestra clausura en casa es la del amor a la naturaleza. Solo hay que ver cómo van estos días las redes sociales de fotos y vídeos domésticos de pájaros de todas las especies, caracoles, mariposas, lagartijas, hormigas y ratones desde casa. De flores y brotes, de árboles y plantas, de amaneceres, atardeceres y cielos de todos los colores vistos a través de las ventanas de casa.

Parece como si de repente hayamos descubierto el derredor y nos agarráramos a él para vencer este tiempo de confinamiento doméstico. Espero que, además de añorarla, todos estemos aprendiendo estos días lo mucho que necesitamos a la naturaleza y lo que se la echa de menos cuando nos vemos obligados a mirarla desde casa. Especialmente ahora.

Porque ocurre que ahí fuera ha estallado la primavera y las flores vuelven a competir unas con otras para atraer la interesada visita de los insectos y multiplicarse.

Están especialmente hermosas las jaras: blancas o moradas, grandes o pequeñas; el jaral parece ahora un centro de jardinería debido a ellas. Los dientes de león forman alfombras amarillas junto a los barbechos y entre los árboles han florecido los más nuestros: los del género Quercus; encina, alcornoque y quejigo entre otros. Y luego esta lo de los cerezos: un abuso estético que enamoró al más grande de los poetas.

“Quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos”. Pablo Neruda se hizo poeta por amor a la naturaleza. Maravillado ornitólogo, dedicó algunos de sus más bellos poemas a su afición por los pájaros: “Yo, poeta/ popular, provinciano, pajarero,/ fui por el mundo buscando la vida:/ pájaro a pájaro conocí la tierra”.

Pero además de los cerezos de Neruda, también están en flor la mayoría de nuestras plantas silvestres: el escaramujo o rosal silvestre, el espino albar, el boj, el brezo, el tejo o el cantueso; ¡ah! y el tomillo y el romero, que hacen que el monte huela a herboristería.

En las praderas jugosas del Pirineo florecen los lirios blancos y las gencianas azules: ¡tan intensas que parecen neones encendidos en mitad de la hierba fresca! En las zonas más umbrías de la dehesa ha explotado en fucsia una de las flores silvestres más bellas de Europa: la peonía, tan extraordinariamente bella, que parece un espejismo. Pero hay muchísimas más por todas partes.

Son tantas las que se abren estos días y de tan diferentes tonalidades, que no lograríamos pintarlas ni con esas cajas metálicas con cientos de lapiceros de colores que antes nos regalaban a los niños.

Pero, entre todas las flores que se están abriendo ahí fuera y que sin duda alcanzaremos a ver muy pronto, quiero detenerme un momento en el amarillo limón de las ginestas o retamas: probablemente el arbusto más abundante de nuestras montañas.

Tiene la genista el don de la ubicuidad. Crece en la linde de los caminos, en mitad del bosque, entre campos de cultivo, en los páramos mesetarios, en la ribera de los arroyos y hasta a orillas del mar. Todos nuestros paisajes silvestres se están pintando con esas varillas verdes salpicadas de uñas amarillas, que son los ramilletes de genista. Y luego está su perfume.

El olor de la genista en flor es sutil y refinado. Una fragancia suave que no embriaga, pero tampoco pasa desapercibida. Y que es el aroma de la ginesta (o genista, hiniestra, gayomba: en cada sitio la llaman distinto) es tan delicado que incluso no hay colonia en el mundo capaz de reproducir su esencia; es mucho mejor salir al campo a respirarla.

Y saldremos muy pronto, espero que con renovados motivos para cuidar de nuestra querida naturaleza a la que tanto echamos de menos.

Que la añoranza del destierro domiciliario nos lleve a reflexionar sobre lo mucho que la necesitamos. Que no olvidemos su fiel compañía desde la ventana: en el vuelo de un vencejo, en el canto del mirlo, en los manotazos aéreos de los murciélagos, en los árboles brotando en la calle o en el simple pero incomparable transitar de las nubes en el cielo. Querida naturaleza, ya vamos, y hemos aprendido a respetarte.