La de ayer fue la noche más fría en lo que va de invierno, y todos los años cuando el termómetro se desploma me pasa lo mismo: se me agrietan las manos, moqueo a todas horas, y me da por pensar en el frío que deben de estar pasando algunos, sí, pero en sus casas. Y no me refiero a mi tierra, Andalucía, donde las construcciones están pensadas para el verano, y de noviembre a febrero pasas más frío cruzando el pasillo del dormitorio al baño que corriendo desnudo por un descampado. Hablo de miles, cientos de miles de hogares que no pueden mantener una temperatura adecuada.
No es la primera vez que escribo sobre ello, ya digo que me salta el automático en cuanto caen las temperaturas. Hay columnistas que repiten tema en las mismas fechas, como Manuel Vicent con su columna anti-tauromaquia de cada San Isidro, o los artículos republicanos del 14 de abril. A mí me pasa cuando llega el frío, así que aquí estoy otra vez con el mismo recordatorio, tomen nota que se nos olvida de un año para otro: en demasiados hogares el invierno no es una postal bonita de calles nevadas y caritas dibujadas en los cristales húmedos, soportable con sofá, mantita y Netflix; sino un castigo físico de varios meses: vivir con el frío metido en el cuerpo, enfermar con facilidad, pasar el máximo tiempo posible en cualquier sitio menos en casa, incluso en la calle.
Para empezar, quienes no tienen ni siquiera una casa digna de tal nombre, que también hay que recordar de vez en cuando que el chabolismo no es una cosa retro, de los ochenta, felizmente superada: miles de familias en España siguen viviendo hoy en infraviviendas, que se vuelven especialmente “infra” cuando las temperaturas se extreman, lo mismo verano que invierno. Y muchas otras familias que, sin vivir en infraviviendas, habitan casas que no están preparadas para el frío, mal aisladas, levantadas con materiales baratos y faltas de mantenimiento y reforma. Sé que hay planes públicos para mejorar la climatización de las viviendas, pero queda mucho por hacer.
Junto a ellos, quienes no tienen electricidad con la que hacer funcionar un calefactor, un brasero, un calentador de agua o una cocina para cenar caliente. Quienes no tienen luz desde hace más de dos años, como las vecinas y vecinos de la Cañada Real madrileña, que enfrentan ya el tercer invierno escandalosamente abandonados y maltratados por las administraciones. Y quienes sufren cortes de luz frecuentes, más frecuentes y prolongados precisamente cuanto más frío hace: barrios obreros de nuestras ciudades donde las instalaciones eléctricas están viejas y faltas de mantenimiento, y la compañía eléctrica y el ayuntamiento se pasan la pelota sin que nadie resuelva. Ahí están los “barrios hartos” de mi Sevilla, que estos días ven agravados sus apagones habituales.
Y añadiríamos a quienes no sufren cortes de luz pero son ellos mismos los que se cortan al usarla, para no recibir facturas impagables. Pese a que algunas medidas del gobierno han aliviado la situación y evitado que se dispare en plena inflación y crisis de suministro, sigue siendo muy alta la llamada “pobreza energética”. En realidad es pobreza a secas: si no puedes mantener tu casa a una temperatura habitable eres tan pobre como si no puedes llenar la nevera. Se calcula un 14% las personas que no pueden calentar el hogar en invierno. “Pobreza energética” es un eufemismo técnico; al oírlo no pensamos en gente que duerme bajo una montaña de mantas, niños que hacen los deberes con abrigo y guantes, y personas de salud delicada que enferman y hasta mueren porque el frío también mata, aunque sea de forma silenciosa e invisible. A veces también mata con estrépito: la mayoría de incendios mortales en viviendas se producen por recurrir a sistemas de calefacción alternativos.
Somos una sociedad muy desigual, y pocas manifestaciones tan evidentes de esa desigualdad como el frío invernal en casa. Aunque sea simbólico, vaya desde aquí un poco de calorcito para toda esa gente aterida en su dormitorio.