“Maricón”. “Bollera”. “Travelo de mierda”. Un empujón por las escaleras, un puñetazo en la cara o la marginalización en el patio del colegio. “¿Qué he hecho yo para que mi hijo sea así?”. “No tenemos ningún problema con la gente como tú, pero es que hay compañeros que… ya sabes, mejor que no lo digas”. “Yo no alquilo mi piso a maricones como vosotros”. Quien sea LGTBI seguramente se reconozca en alguna de estas situaciones. Te han humillado en clase antes de siquiera saber quién eras, has tenido que salir del armario con tus padres con un ataque de ansiedad o te han partido la cara. Años ocultando algo tan básico como quién eres o qué sientes solo para que no duela tanto.
Es entonces cuando las personas LGTBI construimos una burbuja para dejar de sufrir. Somos nosotros los que elegimos quiénes entran en ella: nuestros amigos, amigas, algunos miembros de nuestra familia y, en los mejores casos, nuestros compañeros de trabajo. Con su compañía somos libres y no tenemos miedo de ser y sentir. De decir si alguien nos atrae o de ponernos la ropa que nos dé la gana. Fuera, activamos el instinto de supervivencia y recordamos ese estado de alerta continuo previo. Dentro estamos a salvo. Somos tan libres que, consciente o inconscientemente, a veces explotamos la burbuja y somos. Somos de verdad. Pero luego la realidad golpea.
Con 24 años, Samuel tenía esa burbuja. Salió de fiesta con sus amigas después de trabajar en lo peor de la pandemia en una residencia. Pero esa burbuja, en lugares públicos, es más difícil de cuidar y de esconder. A Samuel le reventaron su burbuja a base de hostias. Pudieron llamarle “gilipollas”, pero le gritaron “maricón”, como han denunciado sus amigas. Y le mataron.
Fuera de esa burbuja está la realidad de una parte de la sociedad de la que muchas veces no queremos ser conscientes por miedo. En un vídeo difundido en redes sociales coincidiendo con la celebración del Orgullo, cuatro jóvenes se preguntan frente a una mesa y un micrófono qué era mejor: “¿La vacuna al cáncer de mama o a los gays?” La homosexualidad, dice otro de ellos, “es una enfermedad que se está globalizando demasiado”. “Ahora, por ser hetero, por no tener la enfermedad, eres un apestado”, responde su amigo. “Los gays, a los campos de concentración”, concluye otro. Seguramente no alcancen la mayoría de edad.
Fuera de la burbuja de Samuel, fuera de la burbuja de cualquier persona LGTBI, estos discursos ya no se ocultan. Son comentarios y agresiones que se lanzan con total convicción, buscando respaldo y difusión. No es una conversación de amigos en un botellón, es un ataque homófobo consciente. Es lo que aterra. Y esto es únicamente un ejemplo de las decenas de agresiones verbales y físicas que han trascendido solo durante el mes de junio en España. Con el papel activo de unos y con el silencio de otros.
No, España no es Hungría. Pero en 2021, una persona LGTBI que salga de su burbuja para ir a comprar el pan, buscar trabajo o ir de fiesta sigue corriendo el riesgo de ser humillada, insultada, agredida o asesinada. Solo por el hecho de ser o sentir. En España, en 2021, lo que hay fuera de la burbuja de Samuel, lo que hay fuera de la burbuja de cualquier persona LGTBI, sigue dando miedo. Y ya es hora de perderlo.