Viví el 11 de septiembre de 2001 en Lawrence, un pequeña ciudad en pleno centro de Estados Unidos, cuando estudiaba y trabajaba como lectora de español en la Universidad de Kansas. Llevaba allí algo más de un año cuando me despertó la llamada de una compañera del departamento para decirme que encendiese la televisión, que tenía que ver lo que acababa de ocurrir porque ella no encontraba las palabras para describírmelo.
Hasta entonces, y pese al conservadurismo con el que aterrizaba en el poder el nuevo Presidente, era difícil prever la deriva de choque de civilizaciones, ejes del mal, islamofobia y señalamiento del otro (extranjero, árabe, musulmán) a las que llevaría la administración Bush.
George W. Bush era, de hecho, el candidato mejor valorado en buena parte de la comunidad musulmana, que se identificaba con sus valores conservadores y de defensa de la familia tradicional. Recuerdo discusiones con familiares estadounidenses de origen sirio afincados en Texas que me explicaban por qué todos ellos le habían votado en las últimas elecciones.
La vida se volvió difícil para mi familia texana-siria en los meses siguientes, como para el resto de la comunidad de origen árabe y musulmán en todo el país, especialmente en los estados más conservadores. “Ayer en la bolera nos gritaron que nos quitáramos el hiyab o volviésemos a nuestro país”, me decía una de mis primas, alarmada ante un racismo que, nacida en Dallas y estadounidense orgullosa de serlo, no había experimentado hasta entonces.
Al shock de la caída del mayor centro financiero del mundo y corazón de EEUU se superpuso en las semanas y meses siguientes un discurso de rechazo al otro dirigido y moldeado desde las instancias más altas. Tres países – Irak, Irán y Corea del Norte – fueron señalados como el “eje del mal” en el discurso a la nación de George W. Bush el 29 de enero de 2002, hace exactamente quince años. A las medidas de agresión a estos estados se sumaron restricciones a personas procedentes de estos países y de otros percibidos como amigos y aliados del “eje del mal” como Afganistán o Siria, que se veían señaladas como estadounidenses de segunda o con menor legitimidad para permanecer en un país que para muchos era ya el suyo.
Amigos y compañeros ubicados en el “eje del mal” a través de la agresiva campaña en medios como Fox News pasaron de un momento a otro a ocultar su procedencia, a nombrar otros países o bajar ligeramente la voz cuando alguien les preguntaba por su origen. Mantener un perfil bajo se asumió de forma más o menos implícita entre los extranjeros y la comunidad estudiantil internacional.
En la Universidad, recibimos instrucciones del decano en las que se nos encomendaba a profesores y estudiantes a apoyar públicamente a las tropas estadounidenses en sus operaciones de defensa del país en Afganistán y en Irak. La responsable de mi departamento nos aconsejó extremar el cuidado en cuestiones políticas y evitar mencionarlas en clase. Con el país en alerta roja tras los ataques del 11 de septiembre, fue inevitable que surgiese el tema entre los alumnos, que se dividieron entre los que señalaban que era necesario destruir Irak para poder construir un Irak democrático que no amenazase a su país y los que los increpaban por su postura belicista. Muchos se sumaron a las marchas de protesta organizadas por aquellos días en Washington DC.
Choque de civilizaciones
Si el recrudecimiento del belicismo basado en el choque de civilizaciones y la islamofobia alcanzaron en 2003 extremos sin precedentes, también fue histórico el movimiento de protesta que estalló entonces. Millones de personas se concentraron en movilizaciones por todo el país. La lucha por los derechos civiles, con organizaciones como la Unión para las Libertades Civiles en América (ACLU). a la cabeza, ganó fuerza, y la solidaridad frente a las políticas de injerencia, de cierre de fronteras y de señalamiento del otro fue abrumadora, activando una respuesta que derivó en el mayor movimiento de contestación en décadas.
Ahora, tras la orden de Donald Trump que veta el acceso a ciudadanos de países de mayoría musulmana, miles de personas se concentran en aeropuertos por todo el país entre eslóganes de solidaridad con inmigrantes y refugiados. La orden, que incluye desde el veto provisional que impide la entrada a personas procedentes de Libia, Sudán, Somalia, Siria, Yemen e Irán en EEUU durante 90 días, hasta la cancelación de todos los visados a refugiados políticos, ha tenido efectos inmediatos. La joven estadounidense de origen sirio @NoraEl7orra contaba en entrevista con eldiario.es:
“Mis padres huyeron de Siria a Estados Unidos hace tres años, cuando estaban a punto de ser detenidos por el régimen sirio, mientras llevaban dinero a zonas asediadas. No querían marcharse, pero quedarse significaba morir. Ahora temen que les obliguen a irse de aquí. Mis primas también son ciudadanas, como yo, pero sus padres no, y ahora no pueden salir de Kuwait. Llevan sin ver a sus padres dos años y ahora tenemos miedo de que nunca vuelvan a verlos”.
Nora conoce también a personas que viajaban a Estados Unidos para operarse de cáncer y otras enfermedades graves y a las que han devuelto a Oriente Medio después de detenerlos durante horas.
Y mientras Trump y sus aliados (Netanyahu se ha apresurado a felicitarlo) defienden las medidas como forma de atajar el terror al que se enfrenta Estados Unidos, la ACLU recibe un aluvión de donaciones para su trabajo en defensa de los inmigrantes y de la comunidad LGTB, ganando batallas legales en cuestión de horas. Las protestas se llenan de carteles con eslóganes como “Never Again” (que remite a la masacre sufrida por los judíos durante la Segunda Guerra Mundial), comparando la prohibición de entrada a refugiados con las víctimas del nazismo a las que ningún país abrió la puerta cuando huyeron. Los taxis de Nueva York se manifiestan contra las restricciones, al tiempo que artistas como Rihanna lanzan mensajes incendiarios contra el Presidente. Empresas tecnológicas como Twitter y Google hacen público su apoyo a a la comunidad inmigrante y a la diversidad religiosa, otras como Airbnb ofrecen alojamiento temporal a los afectados. Grandes multinacionales como McDonalds o Redbull financian ayuda legal a los detenidos con puestos improvisados en los aeropuertos.
¿Puede llevar la resistencia contra Trump en 2017 a un movimiento de solidaridad nacional e internacional comparable al de 2003? ¿Es el #NoBanNoWall (en referencia a la restricción de entrada de musulmanes y al muro que Trump quiere levantar entre EEUU y México) el heredero del “No a la Guerra” de principios de siglo? Quizás pueda ocupar el vacío que ha dejado un movimiento que, en los últimos años, no ha sido capaz de responder a los cambios geopolíticos y al aumento de la impunidad en todo el mundo.
Ni los bombardeos contra Yemen como parte de la alianza liderada por Arabia Saudí, ni la restricción de acceso de ciudadanos de origen iraquí, ni los drones, ni el récord de ayuda a Israel, ni la errática política de la administración Obama en Siria (dando una de cal y otra de arena a distintos grupos rebeldes y dando alas el terrorismo de estado de Bashar al-Asad y al crecimiento de Daesh) lograron generar una respuesta de solidaridad internacional comparable a la que ha logrado Trump tras sólo unos días en el poder, con movilizaciones históricas por los derechos de las mujeres y en apoyo a la comunidad inmigrante.
Quizás Trump logre lo que nadie más podría: el auge de un movimiento de solidaridad con y entre grupos oprimidos – inmigrantes, mujeres, minorías religiosas, comunidad LGTB… – frente a un enemigo común y global, frente a amenazas, injerencias, recortes de derechos y libertades que avanzan en todo el mundo. Un movimiento que, dentro y fuera de EEUU, parece hoy más necesario que nunca.