La pandemia desveló un aspecto importante, si bien a menudo ignorado, de nuestra propia esencia: nuestra fragilidad. Antes de la pandemia la mayoría de nosotros nos sentíamos invulnerables ante esa dimensión externa que llamamos naturaleza, que parecía estar ahí sólo para servir a las necesidades del sistema económico y su impulso por crecer esquilmando los recursos naturales, alterando gravemente los ecosistemas y rediseñando incesantemente los hábitats humanos. Desde hace siglos hemos derruido montañas y desviados ríos, hemos extraído todo tipo de minerales y energía fosilizada del subsuelo, hemos ganado espacio al mar para adecuar las playas al turismo, hemos convertido bosques en tierras de cultivo y hemos construido ciudades humanas y macrogranjas que se nutren de alimentos, materiales y energías venidos desde muy lejos. Cómo no íbamos a sentirnos todopoderosos frente a lo que parecía un otro absolutamente moldeable.
Después de la pandemia, sin embargo, fue ya imposible negar que nuestro estatus real es el de unos seres vivos frágiles y extraordinariamente vulnerables incluso ante pequeños virus cuya reproducción, mutación y transmisión depende en gran medida de los cambios ambientales que el propio sistema económico provoca a lo largo de todo el mundo. Somos seres frágiles, sí. Estamos hoy aquí, fuertes y sanos, y mañana podemos encontrarnos en una situación totalmente distinta como consecuencia de procesos que nos parecen ajenos. No somos productos invencibles del divorcio entre la naturaleza y el ser humano sino, por el contrario, somos seres vivos que nos integramos de manera contradictoria en el entorno natural del que dependemos. Y cuando los parámetros de esos ecosistemas cambian, como ocurre con el clima, nosotros nos vemos afectados.
El cambio climático está inducido por la insostenible dinámica del sistema económico, cuyo modelo de producción y consumo sólo atiende a la lógica de maximización de beneficios al tiempo que ignora las limitaciones biofísicas de todo proceso productivo. Ese cambio climático está provocando impactos serios en los ecosistemas marinos y terrestres, en la disponibilidad de recursos básicos como el agua y los alimentos, en la biodiversidad y el uso de la tierra y en la contaminación, entre otros. Todos esos impactos se interrelacionan como en una red, vinculándose unos y otros y afectando todos, en última instancia, a la salud humana.
El cambio climático afecta a nuestra salud tanto de manera directa, como cuando se producen olas de calor, como de manera indirecta, como cuando influye en la calidad del aire que respiramos o en la calidad y cantidad de agua de la que disponemos. Sea como sea, el cambio climático es hoy la principal amenaza para el ser humano, especialmente para aquellos que son especialmente vulnerables por su ubicación geográfica y su condición socioeconómica.
La cuenca mediterránea, de hecho, ya ha alcanzado una temperatura promedio de 1’5 grados Celsius por encima de los niveles preindustriales, lo que es superior a la media mundial. Asimismo, en el mediterráneo se han hecho más frecuentes, duraderas e intensas tanto las sequías como las olas de calor. A nuestra región mediterránea se la considera ya un «punto caliente» (hotspot) del cambio climático, expresión agravada de sus impactos en todo el mundo. Y el pronóstico es que la tendencia se mantenga o incluso empeore, en función de los esfuerzos de los países por reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, con lo cual nuestro territorio en concreto está especialmente expuesto a sufrir impactos que afectan enormemente a nuestra salud.
La política no puede ni debe ignorar todo esto, puesto que se trata de cuestiones centrales para el bienestar de la población. Las olas de calor, por ejemplo, tienen el potencial de causar miles de muertes prematuras, especialmente a las personas de más edad y a los trabajadores en sectores con actividad al aire libre. Los cambios de temperaturas provocan la llegada de mosquitos, garrapatas y otros vectores de transmisión de enfermedades nuevas para la región. Las sequías amenazan la disponibilidad de agua y las cosechas de alimentos, lo cual incide negativamente en los precios y en la calidad de nuestra alimentación. Y la temperatura más alta afecta a la calidad del aire, cuya contaminación ya está para el 90% de los europeos por encima de los niveles-límite recomendados por la Organización Mundial de la Salud. Todos los indicadores apuntan a que a lo largo del siglo XXI estos impactos serán más graves, especialmente para los sectores de población con menos recursos. El cambio climático, al fin y al cabo, es también una cuestión de clase social.
Precisamente por todo esto fue una gran idea que el Gobierno diera luz verde en 2023 al Observatorio de Salud y Clima, el cual ahora también impulsa la ministra Mónica García y el bioinformático Héctor Tejero. El objetivo, a mi parecer, es poder convertir la institución en un instrumento útil para orientar las políticas climáticas y sanitarias, entendidas en su integralidad, con las que combatir los efectos del cambio climático. Hoy en día todas las políticas son ya políticas climáticas, en tanto que ninguna dimensión de la vida humana está al margen de la crisis ecosocial, pero poner en el centro la protección de la salud, y especialmente la de los más vulnerables, es un imperativo para cualquier gobierno progresista. Toda conversación política durante las próximas décadas estará vinculada al cambio climático de una u otra forma, y es crucial anticiparse a sus conflictos desde un enfoque progresista y de izquierdas.