OPINIÓN

Campaña electoral y calidad de la democracia

8 de febrero de 2021 22:28 h

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A propósito de las elecciones catalanas de domingo, me parece oportuno hacer una reflexión sobre un problema que podemos apreciar desde hace algún tiempo en todos los procesos electorales. Me refiero, de manera especial, a las contradicciones que se producen entre las propuestas y ofertas que los diferentes partidos políticos presentan en campaña electoral y las divergencias que podemos observar después cuando se ejerce la responsabilidad de gobierno por los que han obtenido la mayoría.

Mucha gente considera hoy algo normal que estas divergencias existan, considerando que esto forma parte de la misma política y resulta inevitable que suceda. No soy iluso al respecto y acepto que esto debe admitirse hasta cierto punto, pues siempre puede haber una diferencia entre prometer y hacer en el terreno de la política. Digamos que es algo inevitable y que ocurre en todas las democracias. Pero la pregunta es hasta qué punto los ciudadanos y ciudadanas debemos aceptar que con demasiada frecuencia se utilice la mentira, se utilicen las medias verdades, se manipulen a conveniencia los hechos, o se flirtee con la irresponsabilidad de hacer promesas que de antemano se sabe que no se van a poder cumplir.

Desde hace años, hemos visto cómo algunas propuestas electorales de especial importancia se incumplen luego sin recato. Ofertas de creación de empleo imposibles, reducción de impuestos que después se convierten en aumento, promesas de pactos (o no pactos) postelectorales que luego no se respetan, y muchas otras cosas más. Y ello ya no es, por desgracia, patrimonio de determinadas fuerzas políticas, sino algo más generalizado y con escasas y respetables excepciones. Muchos ciudadanos y ciudadanas se quedan perplejos cuando, después de dar su apoyo a un partido político, comprueban que se aparta claramente de la oferta bajo la cual había pedido el voto. Podríamos decir que esta perplejidad o asombro seguramente hoy ya no existe, pues se ha convertido en resignación ante algo inevitable y que hay que asumir sin más.

Obviamente, todo esto tiene mucho que ver con la democracia o, mejor dicho, sobre la calidad de la democracia. El ejercicio de la democracia no es un puro formalismo que se cumpla por el hecho de que los ciudadanos y ciudadanas vayan a depositar su voto en unas urnas. La democracia es mucho más porque los ciudadanos y ciudadanas apoderan con su voto a unos representantes que van a tomar decisiones políticas en nombre y en interés de aquellos. Por consiguiente, es un requisito esencial de calidad democrática que los representantes cumplan la palabra dada y no caigan en la tentación de trasladar a los votantes propuestas u ofertas que saben de antemano que no van a poder cumplir.

En el constitucionalismo actual no existen mecanismos que permitan que los electos rindan cuentas de su actuación. Es principio general que no queden vinculados por lo que se conoce como mandato imperativo, esto es, la posibilidad de tener que rendir cuentas, con consecuencias políticas y jurídicas, ante sus electores. Desde luego, los electores pueden tomar nota de los incumplimientos electorales, pero solo podrán pasar factura cuando tengan ocasión de volver a votar. La prohibición constitucional del mandato imperativo no debe extrañar, pues hay muchas razones que aconsejan que sea así, entre otras no crear un importante factor de desestatización del funcionamiento institucional. 

La progresiva pérdida de pudor de muchos partidos políticos sobre la consistencia de sus propuestas electorales se ha incrementado en los últimos tiempos. Sus causas son diversas y no es posible analizarlas en pocas líneas. No se trata sólo de una cuestión de veracidad, sino también de falta de rigor, de desprecio al mundo real y, muchas veces, de abuso de los sentimientos y las emociones de las personas. No creo equivocarme si digo que esto lleva a un terreno muy resbaladizo la credibilidad del mismo sistema democrático cuando esta forma de hacer política se generaliza. Cualquier sistema representativo se fundamenta en una relación de confianza entre electores y electos que entra en quiebra cuando a la ciudadanía le asaltan serias dudas sobre los efectos reales que va a tener el ejercicio de su derecho al voto. 

Los partidos políticos no son propietarios de los votos, sino sus gestores a partir de los compromisos adquiridos ante sus votantes. Y esto exige mucha responsabilidad en el momento de hacer las ofertas electorales. Decirlo parecerá una ingenuidad, pero por esta misma razón pone en evidencia la envergadura del problema. Sin una gestión responsable y coherente del voto obtenido no existe verdadera democracia. Los partidos políticos que prometen cosas imposibles o que no se consideran vinculados por sus promesas, hacen un flaco favor a la democracia. 

Si esta deriva no se corrige, no debería extrañarnos que en nuestra sociedad tengan terreno abonado los planteamientos iliberales y populistas. Parece contradictorio porque quien promueve este tipo de ofertas electorales suele usar y abusar de la mentira. Pero no deberíamos olvidar que su creciente presencia se debe también, en buena parte, a un voto que, ante la pérdida de confianza con los partidos políticos tradicionales, quiere mostrar su rechazo de esta manera. Una mezcla muy peligrosa, pues solo hay un paso entre la crisis del sistema de partidos y la crisis del sistema institucional mismo.

Decir que la democracia está en peligro puede parecer exagerado, pero no deberíamos bajar la guardia. La democracia es más frágil de lo que parece y su mayor garantía es que la ciudadanía no pierda la confianza en los representantes que elige. Mucha gente se está quedando sin incentivos para votar. Hace tiempo que hemos entrado en este bucle y no parece que las fuerzas políticas sean conscientes de la necesidad de corregir con urgencia esta deriva. Si, como dice la Constitución, los partidos políticos son el instrumento fundamental para la participación política, deberíamos preocuparnos seriamente y no quedarnos de brazos cruzados.

Las normas actualmente existentes sobre la rendición de cuentas de los responsables electos y de los Gobiernos respecto de los ciudadanos y ciudadanas responden a una lógica que parece haber quedado superada. Podían ser suficientes hace años, en tiempos donde imperaban otras formas de hacer política, pero ahora son claramente arcaicas e insuficientes para compensar los efectos de lo que más arriba se expone. Cambiar este sistema no es fácil, pero tampoco imposible. Sería bueno que los ciudadanos y ciudadanas pudieran disponer de instrumentos que permitiesen realizar algún tipo de control sobre la correspondencia entre los compromisos políticos adquiridos en campaña electoral y la posterior actuación institucional y de gobierno. Por otra parte, los mismos partidos políticos deberían preocuparse por encontrar unas líneas rojas aplicables a las campañas electorales y establecer un acuerdo sobre las mismas. Seguramente no todos los partidos estén por la labor, pero quienes lo hagan y lo cumplan es muy probable que a la larga tengan su recompensa.