Estoy en el aeropuerto de Barajas comprando un carrusel de lata con barquillos de chocolate dentro. La abuela es una niña grande y el desafío de la sorpresa cada vez es más difícil. Pienso en su cara cuando lo vea girar con música y todo. Mañana es su cumpleaños 95. Llegaré a tiempo. Sé que me está esperando.
El aeropuerto está raro y casi vacío, se ve lo que viene, se ve que se viene algo pero no se sabe bien qué, se percibe, se adivina. Pero no quiero hablar de eso ahora, solo quiero centrarme en los detalles, soy una militante del detalle, y además, “lo otro” lo sabemos todos de sobra, o no sabemos nada, o da igual.
Siempre, esté donde esté, siento una ansiedad tremenda por volver a casa, a veces pongo de excusa que debo llegar rápido porque tengo que pasear a mi perra, otras invento actividades urgentes, impostergables, pero lo cierto es que no hay una urgencia verdadera, o al menos demostrable. Es algo más bien interno, algo que me dice: “hasta acá está bien, ya es hora de volver a estar a salvo”. Y estar a salvo es llegar a casa.
Cuando llegué a la suya, percibí, así como aquello de Barajas, que algo bueno o malo sucedería. Como cuando de niña se veían venir esas tormentas de cielos revueltos y morados y no podía distinguir si se acercaba el fin del mundo o todo cambiaría para bien, pero en sí, era todo junto, la sensación hermosa era justamente todo eso enmarañado. Apenas después de abrazarla hice girar sobre la mesa el carrusel de colores, esos regalos que te da la vida, ese privilegio de poder mirar sus ojos mirándolo girar y ver los míos por rebote, los de ella con la ilusión de una niña, los míos apenas húmedos porque entre vuelta y vuelta se reflejaba de refilón esa tormenta incipiente.
No volví más a mi casa. Anunciaron el confinamiento. Ya saben, eran dos semanas y después otras dos y otras más. Eché a todos, quería quedarme solo con ella. Pasaron siete meses. Renovamos la casa. Plantamos doce rosales. Escuchamos varias veces Perdón por los bailes. Le dije cuánto la quería. Y otro anuncio del presidente, y otras dos semanas y por dentro mi deseo de que aquel encierro se volviera infinito. Le dije que habíamos tenido suerte después de todo. Le pedí perdón, tengo la costumbre de pedir perdón, por lo que sucedió, por lo que pudo haber sucedido, o por el futuro.
Esa noche comimos rico, miramos en la tele un capítulo de la telenovela turca que estábamos siguiendo y más tarde, me dijo que no se sentía bien. No quiso que llamara al médico, pero sí me dejó llamar a mi hermano. “¿Ya cenaste, Pablo? mira que hay comida en el horno”, dijo desde la cama, porque no importaba que se acercara el final, lo importante, hasta el último minuto, era cuidarlo todo.
Hacía bastante frío esa noche. Pablo se fue y me quedé con ella, las dos sentadas en el borde de la cama, la tapé con una manta y me metí yo también debajo, así, sentadas como en el borde de una montaña mirando un horizonte imaginario, aunque en verdad, frente a nosotras, solo estaba el espejo de su mueble de noche.
“Vete a dormir, vete, que yo estoy bien”.
El 20 de febrero de 2021, con cinco maletas y una perra de 40 kilos, me vine para Madrid. El 20 de febrero de 1950, con cien pesetas, un marido y una hija de seis años, ella se subía a un barco rumbo a Buenos Aires. Lo sentí como un viaje a la inversa.
Allá en Buenos Aires quedó la casa, quedó su jardín, quedaron las rosas que florecerán igual sin nosotras, supongo, y la urgencia de la que antes les hablaba no se me ha ido. Quedó el vacío de saber que no hay una casa a la que volver. La incertidumbre de los aeropuertos. Mis ganas de decirle: “estoy en España, abuela, estoy donde vos debiste estar, de donde nunca te tendrías que haber ido”.
Por suerte puedo cerrar los ojos cada tanto y volver a su casa,
y ponerme a salvo.
Una casa para siempre.
Perdón, Vila-Matas, por robarte el título, pero no encontré otro, una abuela es eso: una casa para siempre.