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Cataluña, galgos y quimeras

En la segunda carta a los españoles que la web de la Casa del Rey ha publicado en nombre de Juan Carlos de Borbón, se asegura que no son tiempos de quimeras. La carta se ha interpretado como un sorprendente salto al ruedo político del jefe del Estado y se ha dado por hecho que estaba referida al debate sobre la independencia de Cataluña, aunque en ella no aparezcan ni la palabra independencia ni la palabra Cataluña. Quimeras, sí. Esa palabra figura y ha dado mucho que hablar. Una quimera es una propuesta inalcanzable, fantasiosa, una calentura de la imaginación. Se entiende, pues, que, para el monarca, la pretensión de independencia lo es.

A mí, sin embargo, el anhelo catalán me recuerda una vieja frase de Juan José Millás: “Cuando alguien dice que se va es que ya se ha ido”. No sabría decir si pertenece a un relato, a una entrevista o si se la oí decir en el transcurso de una conversación, pero siempre me ha parecido que, por debajo de su categorismo, encierra una verdad tan incontestable como inquietante: adelanta lo que aún no se ha materializado pero es ya un hecho en su posibilidad, si pudiera decirse así. “Me voy a ir”, dice alguien, por ejemplo, a su pareja, y, aunque no llegue a poner en práctica esa advertencia, aunque se quede al lado de quien la recibe (como una alarma, como una amenaza, como una afrenta), por un momento se ha ido, se ha largado, ha volado, ha estado lejos de esa realidad de dos. Siguiendo la lógica millasiana, cuando Cataluña dice que se va, que quiere irse, significa que ya se ha ido, que se ha largado, que ha estado lejos del territorio común. Por más que la lógica borbónica tache de quimérico ese viaje.

Cuando yo era adolescente, en la Transición, casi todo lo admirable venía de Cataluña. Venían las escritoras y los libros que queríamos leer: Mercé Rodoreda y La plaza del Diamant, Monteserrat Roig y La hora violeta, Esther Tusquets y El mismo mar de todos los veranos, Ana María Moix y Julia. Venían noticias de editores míticos, como Carlos Barral, de míticos escritores que se afincaban o se publicaban allí, como los del boom latinoamericano, de míticas antologías poéticas, como la de Los nueve novísimos. Venía Joan Brossa, con quien aprendimos a leer la poesía con otros ojos, a mirar los objetos como se lee un poema. De Cataluña venía Lluis Llach, con quien hicimos el primer Viatge a Ítaca y tañimos Campanadas a morts. Cantábamos a Machado y a Miguel Hernández porque desde Cataluña les había puesto música Serrat. Debo decir que llegué a leer el catalán como nunca he llegado a leer el inglés (no eran aún los tiempos, claro, del bilingüismo madrileño de la prima de Gil de Biedma). Yo quería ser catalana porque de Cataluña venía todo lo deseable: desde la contestación más valiente a la izquierda más divina, por burguesa que fuera.

Mientras que la España de Fraga siempre ha sido diferente para mal, la Cataluña para la que Mas anuncia ahora un futuro diferente siempre lo ha parecido para mejor. Desde nuestro provincianismo mesetario hemos anhelado su cosmopolitismo mediterráneo. Desde los escombros de nuestro patrimonio arquitectónico, su genuino interés urbanístico. Desde el facherío capitalino, su tejido de herencia anarquista. Sucede que en Madrid hemos tenido a Lina Morgan mientras en Cataluña tienen a Albert Pla. Y, aunque la desgracia global en la que hoy boqueamos nos haya llevado a asistir al más patético de los retos, la pugna entre ambas ciudades por dar la nacionalidad a Eurovegas, querer ser como los catalanes ha constituido, eso sí, una verdadera quimera, por seguir usando el lenguaje real.

Pero hay quimeras que dejan de serlo si se deja de dar ciego crédito a quienes las proclaman. Cataluña es y seguirá siendo un espejo en el que mirarnos. En las últimas cuatro décadas, se han producido allí dos acontecimientos que han supuesto vueltas de tuerca históricas. El primero de ellos, la creación en Barcelona del clandestino Movimiento Español de Liberación Homosexual (MELH). Era 1970 y esta primera asociación de defensa de los derechos de los homosexuales en España, fundada por Francesc Francino y Armand de Fluviá, constituyó el germen de lo que mucho después será la gran aportación de Zapatero a la Historia de España: la aprobación del matrimonio gay. También en Barcelona se crea en 1979 la primera asociación lésbica del estado Español, el Grup de Lluita per l’Alliberament de la Dona. Está claro que a Cataluña le debemos esa liberación, esa revolución, esa evolución.

Muchos años más tarde, el 28 de julio de 2010, el Parlament catalán da otro paso histórico al votar a favor de la prohibición de las corridas de toros en Cataluña. Es un paso al frente de una ética que ya debiera regir en cualquier sociedad que se quiera civilizada. Lejos de ello, y como una reacción enturbiada por falaces interpretaciones nacionalistas, la España diferente que representa Madrid y personifica Esperanza Aguirre se apresura a declarar las corridas como Bien de Interés Cultural. Es decir, Madrid blinda la tortura animal mientras que Cataluña la condena y prohíbe. Cataluña lo hace a través del proceso de una Iniciativa Legislativa Popular (ILP), máxima expresión del mecanismo democrático, impulsada por la Plataforma Prou! para la abolición de la tauromaquia, mientras que Madrid lo logra impidiendo que prospere otra ILP y declarando el BIC por el artículo 33 del aguirrismo. Nuevamente, la liberación, la revolución, la evolución viene de Cataluña.

Desde la lógica borbónica, ambos avances, el matrimonio gay y la prohibición de las corridas de toros, serían consideradas frustrantes quimeras. Y, sin embargo, la lucha civil ha logrado que se conviertan en justas realidades, lo que demuestra la falacia de confundir con fantasías las aspiraciones ajenas. Hay quimeras que no lo son. ¿Por qué tildar, pues, de quimérico el clamor de una Diada que resultó histórica por su carácter masivo? La pretensión independentista de Cataluña es legítima por definición y si una gran mayoría de ciudadanos aspiran a romper los lazos que los unen con otros, está en todo su derecho. No es de extrañar que una sociedad, una cultura, una nación que ha hecho avanzar la Historia como lo ha hecho Cataluña quiera seguir su propio curso. Cuando menos, merece respeto, ser escuchada; al menos, ser escrutada. Cuál sea la vía para alcanzar sus objetivos sin perjuicio para ambas partes será precisamente en lo que haya que ponerse a trabajar.

Hemos visto, pues, que hay quimeras que no lo son. Así que Juan Carlos de Borbón, los redactores de sus cartas, los administradores de su web debieran ser más precisos en el uso de esa palabra. La misma precisión que debiera regir, por cierto, el uso de las palabras galgos y podencos. Dice la misiva que no son tiempos de debatir si son galgos o podencos quienes amenazan nuestra convivencia. Qué desafortunada metáfora: en sentido estricto, los amenazados de continuo, en las cacerías a las que tan aficionada es esa España que encabezada su Majestad, son precisamente los galgos y los podencos. ¿Para cuándo una carta de la Casa del Rey sobre los galgos ahorcados y los podencos famélicos? Pero estábamos hablando de Cataluña y esto es otro tema. O no. Acaso no. Probablemente no.