Los argumentos a favor y en contra de la independencia de Cataluña se centran fundamentalmente, como es normal, en si un eventual Estado catalán independiente puede ser viable o no. Es decir, en cuál sería su futuro. Si entraría o no en la Unión Europea, podría usar el euro (suponiendo que esto sea una ventaja) o tendría que acuñar moneda. Si se haría cargo de su parte alícuota de la deuda, podría pagar las pensiones y salarios de los funcionarios, y si el comercio con España y otros países de la UE se resentiría (seguro que sí), y en qué medida (esto es más difícil decirlo).
El eje de la discusión está aquí, puesto que de la opinión que tengan los ciudadanos catalanes sobre cuál sería su futuro como Estado independiente derivará, en buena medida, su posición al respecto. Excluidos los factores económicos y pragmáticos, queda el sentimiento identitario: me quiero independizar porque me siento catalán, o bien prefiero quedarme con el resto de España porque me siento español. Un factor importante, pero insuficiente para forjar mayorías en un sentido u otro; de hecho, muchos de los catalanes hoy independentistas se sienten tan españoles como catalanes.
La discusión es enconada porque hay argumentos poderosos a favor de una y otra postura, y porque además la viabilidad de una Cataluña independiente también depende, en gran medida, de las condiciones de su independencia. Parece improbable que una independencia unilateral, a partir de un enfrentamiento cerrado, pueda salir bien. En cambio, una independencia pactada, a la escocesa, en términos sosegados y razonables por ambas partes, tendría unas condiciones de partida mucho mejores (claro está que pensar en “términos sosegados y razonables”, en España, y especialmente para un proceso de estas características, es menos creíble que el guión de cualquiera de las películas de Transformers).
Sin embargo, se habla bastante menos de lo que ocurriría con el resto de España, una vez que Cataluña se independizase. Y, sin embargo, con independencia de que creamos o no que todos los españoles tendrían derecho a votar en un hipotético referéndum de independencia de Cataluña, sí que es evidente que la independencia también nos concierne a los demás, y tendría consecuencias de peso sobre el resto de España.
Si no hay debate sobre esta cuestión se debe, en buena medida, a que aquí sí que existe un consenso en cuanto a que las consecuencias serían muy negativas. Desde luego, en lo económico, y no sólo porque Cataluña sigue siendo el motor de la economía española, o por su dimensión poblacional (ocho millones de habitantes), sino porque muchos de los argumentos contrarios a la independencia (descenso de los intercambios comerciales, dificultades para pagar la deuda, etc.) también se le podrían aplicar a España. Y lo mismo cabría decir, por cierto, del argumento predilecto de la cuñadología española, ese de “¿y con quién jugaría la Liga el Barça, con el Mollerussa?”. Imaginemos el apasionante escenario de una Liga española en la que el Real Madrid ganase nueve de cada diez años.
Desde el punto de vista político, la independencia de Cataluña tendría una primera consecuencia evidente: a partir de entonces, el cómputo electoral habría de hacerse sin contar con las cuatro circunscripciones catalanas. Este factor por sí mismo, teniendo en cuenta el impacto poblacional de Cataluña en España (en torno al 20% de sus habitantes), cambiaría significativamente las cosas. Porque Cataluña ha sido siempre, históricamente, uno de los principales “agujeros negros” de la derecha española, en parte a causa de que ésta ha de competir con CiU por el voto conservador. También ha sido, junto con Andalucía, uno de los dos grandes graneros electorales del PSOE (aunque esta situación, como a nadie se le escapa, ha cambiado en los últimos años, dado el enorme deterioro de las expectativas electorales del PSC).
Para hacernos una idea: si analizásemos los últimos resultados electorales en España y restásemos los escaños correspondientes a Cataluña, el PP habría obtenido la victoria en las elecciones de 2008 y prácticamente (un escaño menos) habría empatado con el PSOE en las de 2004. Por supuesto, estas cuentas podrían variar en el futuro, a la luz de la debilidad electoral del PSOE y del PSC; pero no parece muy probable, en cambio, que varíen las pobres expectativas electorales del PP en Cataluña.
Generalmente, el PP obtiene en Cataluña entre un 15% y un 20% de los votos (en torno a veinte puntos menos de lo que obtiene en el conjunto de España). Es decir: perder Cataluña es para el PP una ventaja en términos electorales. Aunque, dado que para la mayoría de los catalanes el aumento del independentismo viene motivado por su rechazo a la derecha española y sus políticos, no cabría descartar que la población española castigase electoralmente al PP si lo considerase corresponsable de haber llevado la situación hasta el punto de la ruptura. Y también habría que ver, en todo caso, qué sucedería con los habitantes de Cataluña, pues no parece razonable que perdieran su derecho al voto en unas elecciones generales (a menos que renunciasen a la nacionalidad).
Más allá de los efectos electorales, la independencia de Cataluña podría propiciar también el desarrollo de procesos independentistas de diversa índole en otros territorios, que quizás pudieran llevar a una reforma constitucional que pudiera acomodarlos adecuadamente en la estructura del Estado. Pero, precisamente por ello, no cabría descartar que surgiera una pulsión centralista (o más centralista que la actual) para conjurar ese peligro, según el análisis, muy habitual, de que el independentismo catalán deriva de la excesiva “generosidad” y afán descentralizador de la Constitución de 1978. Un afán recentralizador que tomase el testigo de los anteriores intentos, a lo largo del siglo XIX y XX, para homogeneizar las instituciones y la sociedad española en torno a un proyecto de planta fundamentalmente castellana (sobre este tema es muy recomendable el libro Mater dolorosa, de José Álvarez Junco).
Este es un proyecto que se comenzó a desarrollar tras la Guerra de la Independencia de 1808-1814, a imagen y semejanza del modelo francés, y que si fracasó se debió, fundamentalmente, a dos factores: a la debilidad y/o falta de legitimidad del Estado para implantar totalmente este proyecto, por una parte; y, por otra, a la coexistencia de proyectos alternativos, liderados generalmente desde la periferia, que a menudo acababan colisionando con el centralismo de “Madrid” (como está sucediendo ahora).
Nunca ha sido fácil combinar estas pulsiones identitarias y estructurales tan divergentes, porque el peso del Estado nunca ha sido suficiente para imponer del todo su modelo, ni el de los movimientos nacionalistas para forzar la ruptura. Como mucho, los nacionalismos periféricos aspiraban a obtener un modelo que coyunturalmente pudiera satisfacerles, como el autonómico, pero que genera disfunciones de otro tipo (la principal, que convivan dos regímenes en uno: el común y el foral).
En resumen: lo único que es seguro es que nada lo es, salvo que, se independice finalmente Cataluña o permanezca en España, es poco previsible que el marco de convivencia establecido en la Constitución de 1978 se mantenga. O bien porque haya que acometer una reforma constitucional para tratar de minimizar la insatisfacción de muchos catalanes (una cuestión ante la que ni siquiera el PP se cierra en banda), o bien porque la reforma se haga inevitable tras la eventual secesión catalana. En un sentido u otro: recentralizador o federalista.