Los cazagazapos y los folladores de comas

28 de enero de 2023 22:31 h

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Aún falta por incluir un tipo de hipersensibilidad en los tratados de patologías. Es un mal que entra por los ojos y por los oídos. Ataca a la vista cuando el paciente ve una be y debía ser uve. Agrede al oído cuando debería oír un que y, en su lugar, oye un de que. Altera los nervios al detectar un lapsus lingüístico, un despiste del que habla o una errata del que escribe.

Los síntomas son incomodidad, malestar, irritación. A veces incluso sudores fríos. Y se sospecha que es una enfermedad autoinmune porque cuando los disparates ortográficos y despropósitos gramaticales son graves, el paciente directamente se quiere morir. 

En esta hipersensibilidad se han observado todo tipo de reacciones. Algunas personas expresan muecas de reprobación y desaprobación. Otras reaccionan como si de pronto se convirtieran en profesores (“No se dice subrealista. Se dice surrealista”). Otras responden de forma agresiva con una corrección lingüística expulsada de forma compulsiva. ¡Incluso coercitiva! (“¡Grrr! ¡No es te le dije! ¡Es te lo dije! ¡Mira que dejo de hablarte, so bestia!”). 

A estos atentos correctores, incapaces de dejar pasar una, ni en las conversaciones de calle ni en los “bla, bla” de un chat, los han insultado durante siglos. Los llaman quisquillosos, tiquismiquis, pedantes…

¡Pero menos mal que vivimos en una época en la que hacemos de todo una patología y todos nos dedicamos a diagnosticar hasta al vecino de enfrente! Ahora, por fin, estamos en condiciones de darnos cuenta de que estos individuos no son unos tocapelotas. Lo que ocurre es que tienen una hipersensibilidad lingüística y esta afección debe entenderse igual que la piel hiperreactiva, la alergia al polen o la intolerancia al gluten.

Ha llegado el momento de entender que son así y no hay que insultarlos por ello. Ha llegado la hora de condenar esas terribles ofensas y de arrojar a la lista de palabras intolerables ¡e incorrectas! uno de los despectivos más frecuentes que tienen que aguantar: cazagazapos

¡Ay, qué vejación! ¡Ay, qué incomprensión!

Y aunque en su sentido estricto el cazagazapos tendría que estar más a la caza del descuido y el despiste, por extensión y por falta de un insulto mejor también se llama así al que está al quite de que todo el mundo cumpla las normas ortográficas y gramaticales. 

Así se empleó esta palabra en el discurso inaugural del año académico 1952-1953 de la Universidad de Salamanca. ¡En toda la amplitud del significado! El filólogo Manuel García Blanco contó que hasta el cultísimo filósofo y escritor Miguel de Unamuno no podía soportar a los correctores compulsivos que velaban por las tildes en su sitio y una gramática al dedillo. Unamuno lo decía en muchos de sus artículos y, en uno de ellos, lo enunció desde el palco del titular y hasta le dio forma de eslogan: Contra el purismo

En aquella universidad, aquel día de 1952, García Blanco dijo: “Unamuno rompe una lanza contra la ramplonería de las disputas gramaticales y el insustancial ojeo de gazapos del lenguaje, al que no pocos presuntos tratadistas de entonces se dedicaban”. Y siguió contando que el filósofo estaba feliz de que el lenguaje empezara a estudiarse en la universidad desde la mirada de la ciencia más que desde la norma, porque eso podría ser el “principio del fin del gramaticismo empírico de dómines y cazagazapos”

¡Ahí la tenemos! 🐇 Esta fue una de las primeras veces que la voz corrió por un amplio aforo. Antes se había visto de refilón en La Habana, en 1907, en una revista literaria llamada Letras. Pero fue en ese discurso de los años 50 cuando salió de la madriguera y empezó a ser vista más a menudo. 

García Blanco no soltó el cazagazapos al tuntún. Antes preparó el terreno con una metáfora muy gráfica: “insustancial ojeo de gazapos del lenguaje”. Porque el gazapo era a la vez un “conejillo tierno de no muchos días” y un “yerro o equivocación que por inadvertencia deja escapar el que escribe o el que habla”.

El filólogo sabía muy bien que soltaba una liebre para que otros después siguieran diciendo el término. ¡Y qué insultito tan gracioso nos quedó en español, a juzgar por lo que llaman a los correctores compulsivos en otros países! El escritor Adam Sharp recopila algunos de estos despreciativos en un tuit.

En Noruega, los llaman cortadores de astillas (bueno… no es tan grave). En alemán, contadores de judías (vale… podría ser peor). En Suiza, la cosa empieza ya a ponerse fina: cagadores de puntitos (ji, ji). En finlandés, folladores de comas (¡oooh!). Y en Francia, sodomizadores de moscas (¡por Dios!).

Luego está la denominación universal, grammar nazi, y tiene ya tal entidad que está en varios diccionarios. En el Dictionary.com los describen como “pedantes que critican o corrigen, de forma compulsiva, los errores gramaticales, erratas, faltas de ortografía y otras equivocaciones de la gente cuando habla o escribe”. 

 En el Urban Dictionary hay miradas más afiladas y ahí tienen una amplia gama de definiciones para el grammar nazi. Por ejemplo, “alguien que usa la gramática y la ortografía correctas para burlarse o mofarse sutilmente de los que no lo hacen”. O también “un exhibidor de superioridad gramatical”. O “alguien que corrige la gramática de los demás”. Y la definición de cajón: “La policía de la ortografía”.

¡Ay, qué incomprensión! ¡Ay, qué vejación! 

En esta época de patologizar a to lo que se mueve… ¡cómo no entender y apoyar a estos dolientes de la hiperestesia lingual!