Chester, la gestación subrogada y la familia “completa”
Hace unos días Irene Montero fue entrevistada en Chester por Risto Mejide. En la entrevista se posicionó contra la gestación subrogada (GS) y mantuvo una breve conversación con una mujer que había realizado “su sueño de ser madre” y se había enfrentado al “duelo de la infertilidad”. Una mujer que había sufrido cáncer y que aseguró no haber tenido la posibilidad de adoptar.
Más allá de las dudas que suscitan quienes recurren al argumento del proyecto vital propio para hablar de maternidad/paternidad y quienes plantean sus legítimos deseos como si fueran necesidades de urgente satisfacción, lo primero que llama la atención es que en estos programas se siga intentando poner en pie de igualdad un testimonio personal y una batería de argumentos. Entiendo que resulta más morboso y amarillista, y que hablamos de un espectáculo televisivo que se sostiene gracias a la audiencia, pero hay que tener claro que estos experimentos son profundamente manipuladores y que solo generan ruido (más aún, si no hay testimonios variados y la orientación es sesgada).
Es evidente que, frente a una vivencia narrada con afectación, sobre todo, si es desgarradora, sobran las palabras y los razonamientos; de hecho, no puede esperarse ninguna respuesta articulada frente a lo que es “vivencialmente” intransferible. Una vivencia individual no es ni puede ser nunca un argumento, de manera que no puede ser contraargumentada, lo único que puede esperarse, y la situación lo merece, es un ejercicio sincero de empatía e identificación. Esto no significa que los testimonios sean inútiles o que no sean necesarios para construir argumentos o para contrastarlos, sino que no pueden constituir, por definición, el fundamento último de ninguno de ellos.
En el programa de Mejide se alimentaron, además, no pocas confusiones. Una de ellas, de las más recurrentes, es la que consiste en identificar la defensa del derecho al aborto con la de la gestación subrogada en la idea de que la misma libertad que se protege en el primer caso, habría de servir de apoyo al derecho a decidir de la gestante. Sin embargo, ambas situaciones distan mucho de ser equivalentes, dado que con la primera se combate la ideología patriarcal dominante, y con la segunda, más bien, se la suele confirmar.
Lo cierto es que cuando algunas feministas defendemos nuestros derechos reproductivos no solo hablamos del consentimiento libre o de la libertad de decidir, sino de la manera en que tal consentimiento fortalece o debilita aquello que todas las mujeres queremos combatir. Un consentimiento (supuestamente) libre no tiene porqué aceptarse sin más, ni es autoevidente, ni se autojustifica. Siempre puede haber quien libremente quiera vender o donar sus órganos en vida, practicar la antropofagia por acuerdo mutuo, como se ha dado alguna vez, o someterse voluntariamente a la esclavitud, pero todo eso hemos decidido prohibirlo por razones de diverso tipo que van mucho más allá del simple consentimiento.
En fin, como nos cuenta Muraro, cuando hace años el feminismo gritaba “mi cuerpo es mío” no lo entendía como una forma de autoemprendimiento, en el supuesto de que podemos ser consumidoras de nosotras mismas; hacer de nosotras un producto del que pueda obtenerse un beneficio. “Mi cuerpo es mío” era un grito contra el sistema que discriminaba y oprimía a las mujeres; se quería decir “mi cuerpo soy yo”, no soy disociable de mi cuerpo, porque hay una relación entre el cuerpo y el yo que no puede entenderse en la clave patrimonialista del individualismo posesivo. De manera que esto no tiene nada que ver con lo que dicen defender quienes defienden la GS.
Cuando en la GS se argumenta que el niño no forma parte de quien lo gesta y que el embarazo no tiene nada que ver con la gestante sino con su cuerpo, lo que se defiende es que una parte del yo puede convertirse en otra cosa que, además, pertenece a otra persona que paga por ella. Y esta es una afirmación que solo puede sostenerse desde la esquizofrenia.
En Chester se apeló, además, a la necesidad de salvar la brecha económica que sufren quienes no pueden permitirse viajes, trámites costosos y honorarios exagerados para acceder a la maternidad/paternidad. La gestación subrogada low cost, por la que apuesta Ciudadanos, se sitúa claramente en esta estela, aunque usa de forma retórica y falaz la expresión “donación altruista”. De lo que se trata aquí es de garantizar mejores condiciones económicas para los comitentes, compensando a la gestante por las molestias ocasionadas. Es decir, de lo que se trata es de generar y asegurar un mercado, dado que no hay gestantes sin compensación, que sea barato y accesible para el nivel salarial español. Y para que esto resulte compatible con los derechos de las mujeres, se dice que con la compensación se evita su explotación. Claro que si es la compensación la que evita su explotación, lo que tendría que defenderse habría de ser, sin más, la gestación comercial. Si el útero es un bien codiciado y escaso, y es el juego de la oferta y la demanda el que determina su valor, a mayor demanda, mayor precio. La cuestión es que esta propuesta low cost no tiene nada que ver con garantizar derechos, sino con garantizar el acceso a un determinado producto en el mercado español, eso sí, por el bien y la felicidad de todos.
Por esta razón, entre otras, es imprescindible visibilizar que esta felicidad es también compartida por la gestante. No podía faltar su radiante foto en el programa; no es pobre, ni tiene problemas de ningún tipo, se recalcaba. Forma parte del paquete, y eso que en EEUU se cobra (aunque poco) por esta práctica; con la ley de Ciudadanos, en España, la GS sería solo cosa de heroínas.
La verdad es que no hay nada más convencional y estereotipado que pensar en una gestante que ofrece su útero por la causa sagrada que supone evitar el sufrimiento ajeno. La felicidad familiar de los comitentes se logra gracias al útero de una gestante abnegada que, gracias a ellos, vive la fantástica experiencia de crear una familia de la que no puede formar parte. Quienes pagan para no “compartir” al niño que engendra otra mujer, nos quieren hacer creer que su “ausencia” es necesaria para salvaguardar su familia nuclear. Que el amor se asocie al sacrificio forma parte de la socialización femenina y en este caso esta tendencia autodestructiva se estimula y se explota descaradamente en favor del mercado.
Resulta curioso que con la GS se apele muchas veces a la transgresión de la familia tradicional y la madre biológica, cuando esa transgresión se acaba sustituyendo por la mitificación de la carga genética o la composición de un núcleo familiar también convencional, articulado incluso a partir del exclusivo vínculo biogenético de un padre sin madre. De hecho, como ha denunciado Ekis Ekman, es sorprendente que mientras los comitentes insisten en que no quieren adoptar porque desean tener un hijo con sus propios genes, la retórica en la que se apoyan es de carácter claramente anti-biológico. O sea, en su versión “revolucionaria”, la idea es que la GS desdibuja los roles tradicionalmente asignados a cada sexo y a la maternidad clásica, pero lo cierto es que es la familia nuclear lo que se suele acabar defendiendo; una familia feliz que anhela tener un hijo propio para resultar “completa”.
Con la GS se alienta la mitología neoliberal de la libre elección y la soberanía sobre el propio cuerpo, pero a fin de (re)construir un vínculo familiar conservador que el feminismo no se ha cansado de criticar.