Chile: alianza y condena

24 de octubre de 2023 22:46 h

0

Las grandes alamedas habitan en un discurso de Allende. No es donde habita el olvido, todo lo contrario. Son memoria chilena, lo mismo que Neruda y Cernuda son memoria poética y poesía. Los recuerdos viven en las canciones como aves nocturnas en un bosque. “Yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada...”. Así empieza esa canción de Pablo Milanés, que contenía una promesa. Cuando se escribe, se promete algo; por eso no hay escritura sin compromiso con algo. Alberti, por ejemplo, se compromete en el último verso de su 'Balada del que nunca fue a Granada', el poema dedicado a García Lorca, al proclamar desgarrado: “Entraré en Granada”. Yo pisaré las calles nuevamente y entraré en Granada son frases que significan lo mismo, su desgarradura se encuentra en el mismo lugar. Es la misma sangre derramada, pues la sangre humana solo es una, en tanto que símbolo humano, y los sanguinarios también siempre son el mismo, en tanto que están ahí.

La canción la escribió el cubano Pablo Milanés de un tirón, de un impulso, el 5 de octubre de 1974, a los veinte minutos de conocerse el asesinato, en Chile, de Miguel Enríquez, dirigente del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria, partidarios de la lucha armada). Lo mató a tiros la DINA, la policía secreta de Pinochet. Tenía 30 años y tres hijos, era médico. Su padre, Edgardo Enríquez, fue ministro de Educación con Salvador Allende hasta que Augusto Pinochet dio el golpe de Estado, el 11 de septiembre de 1973, e instauró su salvaje y criminal dictadura militar, que sumergió a Chile en un baño de sangre.

Las grandes alamedas de Allende representaban la vía democrática hacia el socialismo, constituían la alternativa pacífica a la revolución cubana. Por eso era más peligrosa. Cuando, antes de suicidarse, estaba asediado en el Palacio de la Moneda, sede del presidente de la República, Allende recibió una llamada del MIR ofreciéndose a sacarle del Palacio, pero se negó y les dio este mensaje: “Ahora es vuestro turno”. Miguel Enríquez tampoco quiso huir, así antepuso la clandestinidad al exilio. Vivió un año más e inspiró una canción.

El pasado septiembre se cumplió medio siglo del golpe de Estado de Pinochet, y todo este tiempo transcurrido se muestra en el libro coordinado, y escrito en parte, por la periodista chilena Beatriz Silva, Chile, '50 años después' (Libros de la Catarata, 2023). Hace años que Beatriz Silva vive en Barcelona. Es diputada socialista en el parlamento autonómico catalán, y militó en el partido comunista cuando era estudiante, en Chile. Queda para la anécdota que nació un 11 de septiembre, y que en el de 1973 cumplía cuatro años.

En el prólogo, escrito por Michelle Bachelet (presidenta de Chile en dos ocasiones, y la primera mujer en desempeñar este cargo), se señala lo frágil que es la memoria humana, en tanto que humana, no por ser memoria. Entonces, Michelle Bachelet dice: “Quienes fuimos testigos de esos hechos brutales somos hoy una minoría en nuestro país”. Así es, el 70% de los chilenos y de las chilenas no había nacido hace cincuenta años.

Y sin embargo, medio siglo no es nada mientras se vive. En España, la gente que tenía 65 años cuando el tejerazo, el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, contaba 15 años, o casi, cuando, el 14 de abril de 1931, se proclamó la II República. La historia es algo que se ve, que aparece ante nosotros en medio de la vida, igual que se cruza un zorrito por el camino.

Allende es revolucionario porque toma la palabra. La palabra es la medida de lo humano y, en algunas religiones, es el origen divino de todo, el origen del universo. Un teólogo que escribía en Revista de Occidente, Olegario González de Cardedal (hoy apenas se le recuerda), decía que cualquier persona consciente de su humanidad y de su responsabilidad toma la palabra. Igual que hay una memoria histórica, existe una voz histórica, una palabra histórica que está en nuestras canciones, en nuestros libros, en nuestros testimonios.

Palabra histórica es el siguiente testimonio de una chilena, detenida en 1974, que se recoge en el informe Valech, y que es reproducido en este libro: “Por violación de los torturadores quedé embarazada y aborté en la cárcel. Sufrí shocks eléctricos, colgamientos, pau de arara, submarinos, simulacro de fusilamiento, quemaduras con cigarros. Me obligaron a tomar drogas, sufrí violación y acoso sexual con perros, la introducción de ratas vivas por la vagina y todo el cuerpo. Me obligaron a tener relaciones sexuales con mi padre y mi hermano, que estaban detenidos. También a ver y escuchar las torturas de mi hermano y padre. Me hicieron el teléfono, me pusieron en la parrilla, me hicieron cortes con yatagán en mi estómago. Tenía 25 años”.

La muerte no es democrática. Eso es una leyenda urbana que viene desde los tiempos de las danzas macabras, cuando se bailaba y se cantaba al compás de las epidemias de peste. La muerte no iguala a los reyes y a los mendigos; a los campesinos y a los papas. Lo dice con las mismas palabras la escritora Diamela Eltit (premio Nacional de Literatura, de Chile) en este libro: “La pandemia dejó en evidencia que la muerte no fue democrática”. También lo vimos en España.

Porque este libro examina los cincuenta años que han pasado por Chile, desde el golpe de Estado de 1973; pero empieza 25 años antes, con la Declaración Universal de los de Derechos Humanos, por la ONU, en 1948, y sigue 25 años después, con el arresto, en 1998, de Augusto Pinochet, en Londres. También están incluidos el estallido social de 2019 y la pandemia de Covid, lo único que detuvo el estallido. “¿Qué podemos aprender de tantas efemérides que se suceden con esa precisión matemática, exactamente cada cuarto de siglo”, se pregunta en su capítulo el fiscal Carlos Castresana, cuya denuncia dio lugar al procesamiento de Pinochet en la Audiencia Nacional de Chile.

Era la época, la de la denuncia contra el dictador Pinochet, en la que se crearon los tribunales internacionales para juzgar los crímenes de guerra de Yugoslavia y el genocidio de Ruanda. Tras el atentado contra las torres gemelas del 11-S, esta sensibilidad mundial iba a desaparecer del todo. Pero el fiscal Castresana responde a su propia pregunta unas líneas más abajo: ojalá que antes de que, en 2048, la Declaración Universal de los Derechos Humanos cumpla cien años, Chile pueda culminar su transición democrática y cumplir de lleno con “el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.

La familia humana está representada aquí por Aída Moreno, una de las mujeres que empezaron a organizar ollas comunes para mitigar el hambre a la que Pinochet sometió a las clases populares de su país, tras aplicar el modelo económico neoliberal importado por sus Chicago boys (a esta pandilla dedica un capítulo el profesor de Economía de la UAB, Francesc Trillas: “Que las ideas de la Escuela de Chicago solo se pudieran aplicar en su casi totalidad en el Chile de la dictadura dice poco a su favor”, observa).

Fue también la líder Aída Moreno quien organizaría el primer grupo de mujeres que comenzó a fabricar arpilleras (bordados artesanales donde sus creadoras narraban gráficamente sus historias, y que sacaban de Chile de forma clandestina). Muchas eran mujeres de presos políticos, “que esperaban días y días sin tener noticias, haciendo colas”. Esta idea estaba inspirada en los trabajos de arpillería de Violeta Parra, la mítica cantautora y folclorista chilena, que se quitó la vida en 1967, a los 49 años.

En el capítulo escrito por el ministro de Cultura de España, Miquel Iceta, el recuerdo de Violeta Parra, Inti-Illimani, Quilapayún y Víctor Jara, también el de Serrat, muestra el Chile que se volcó al mundo para explicar su drama, y habla de la solidaridad internacional que fue encontrando el pueblo chileno de concierto en concierto. “En todo cuanto podamos, tenemos el deber de ayudarles”, dice Miquel Iceta. Pero de nuevo corren otros tiempos y, hoy día, la solidaridad internacional queda puesta en tela de juicio ante conflictos como el de Gaza o la guerra de Yemen, a la que nadie, en Occidente, ha querido mirar a los ojos.

Por último, aunque hay mucho más, el fiscal Carlos Jiménez Villarejo (que, antes de convertirse en buscador nómada del izquierdismo, fue jefe de la Fiscalía Anticorrupción), señala en su capítulo que, si bien, los jueces chilenos pidieron perdón a las víctimas y a la sociedad “por no haber cumplido sus deberes más elementales e inexcusables”, los jueces españoles aún no lo han hecho “respecto a su complicidad con la dictadura franquista”.

Por supuesto que es un libro sobre Chile, pero en ese país se refleja el mundo y se refleja España. En todo. O en casi todo, pero los casi se ponen siempre para despistar.