Artículo publicado originalmente en Materiaen Materia
Las verdades científicas se determinan con experimentos (combinados con matemáticas y modelos que interpretan los resultados) y son hechos esencialmente no opinables. Las decisiones políticas, en cambio, se toman votando (al menos cuando nos dejan) y no son hechos, sino acuerdos entre partes.
Esta distinción, que supongo que habéis oído mil veces, sugiere que estamos hablando de dos mundos muy distintos que no se parecen ni siquiera en su funcionamiento básico y que no se pueden mezclar. Sin embargo, esto no es “absolutamente” correcto siempre. Sí lo es, aproximadamente, en casos extremos… y de ahí vienen los aforismos.
Por ejemplo, cuando una pregunta es puramente científica —¿a qué velocidad se desplaza la luz en el vacío y en ausencia de grandes cantidades de materia?—, resulta absurdo y hasta gracioso mantener que la respuesta correcta debería hallarse como el resultado de un referéndum vinculante organizado por la Junta Electoral Central. No importa el porcentaje de estadounidenses que se declaren creacionistas, la evolución de las especies es un hecho que no depende de lo que opine la mayoría. Etcétera.
Por otro lado, cuando una pregunta es íntimamente humana, moral, social o política —¿tiene sentido que 20 personas posean la misma riqueza que un millón, especialmente si esas 20 viven vidas de lujo inimaginable y el millón pasa penurias?—, parece claro que, aunque la ciencia pueda darnos alguna pista, la respuesta no se halla resolviendo una ecuación, haciendo un informe técnico o al final de un paper científico. No. En estos casos, no nos queda otra opción que abandonar la seguridad y los mimitos en el alma que nos proporcionan las incontestables respuestas científicas (o religiosas, o ideológicas) y lanzarnos a la piscina de la libertad personal, el conflicto de intereses, la incertidumbre, las contradicciones y la democracia.
Y luego están los casos intermedios… que son casi todos.
En estos casos, encontramos tanto elementos técnicos como elementos políticos. En estos casos, es importante lo que digan los expertos, los informes, los papers, pero también lo es lo que piense la gente y cuáles son los conflictos de intereses asociados con el asunto. Se puede intentar prescindir de una cosa o de la otra, pero entonces estaríamos cometiendo errores de bulto.
Los ejemplos son innumerables. Dejadme que plantee tan sólo dos de los que he hablado recientemente con muchas personas en las redes y en los comentarios de varios blogs. Ambos se originan en una entrevista reciente que me hicieron los amigos de Materia y es bueno dejar claro que no voy a entrar en los detalles técnicos. Primero, porque no soy experto en ninguno de los dos temas. Segundo, porque lo que quiero ilustrar es el marco general de razonamiento y, de momento, sólo eso.
En el caso de la experimentación con animales, son preguntas esencialmente científicas, por ejemplo, si una determinada especie “sufre” o no al ser sometida a un determinado procedimiento, si se podrían obtener los resultados en el mismo tiempo si no usásemos animales o si el modelo animal se parece lo suficiente al humano para que experimentar sobre él nos dé datos útiles.
Sin embargo, y aunque los expertos nos ayuden a contestar a estas preguntas (cuando pueden, lo cual no es siempre), queda aún una dimensión humana que no depende de lo que digan los expertos.
Imaginemos, por ejemplo que los científicos nos dicen que sí, que la especie sufre y que el modelo se parece lo suficiente al humano como para que, experimentando sobre él, adelantemos cinco años la llegada de una medicina que detendría una enfermedad que mata centenares de miles de niños humanos al año. Imaginemos también que los expertos nos dicen que el desarrollo de técnicas sin animales aún se halla décadas en el futuro.
No digo que esto sea así (en eso ya entraremos otro día), sólo digo que imaginemos, que supongamos, que lo es. For the sake of the argument, para entender el razonamiento, que dirían los gringos.
Entonces, tenemos que elegir. ¿Qué preferimos? ¿El sufrimiento y encarcelamiento de miles (¿millones?) de ratones, cerdos, quizás chimpancés, o la muerte de un millón de niños humanos?
Con las incertidumbres asociadas, la pregunta es ineludible y no tiene respuesta científica. La ciencia nos ha ayudado a conocer las consecuencias de una u otra opción, pero no nos dice cuál debemos elegir. Es un dilema moral irresoluble y a mí no se me ocurre otro modo de tomar una decisión común que debatir, hablar y, en última instancia, votar.
En el caso de la plantación de transgénicos, son preguntas esencialmente científicas, por ejemplo, si una variedad específica de transgénico es segura para el consumo humano, si es más eficiente su cultivo que el de la variedad salvaje, si resiste mejor las plagas, si las plagas se pueden volver resistentes, si puede eliminar variedades autóctonas, si necesita más o menos agua, más o menos sol, más o menos nutrientes, etc.
Sin embargo, no son preguntas científicas si es bueno que las patentes de las semillas estén en manos de unas pocas multinacionales, si preferimos producir más soja a costa de reducir el número de explotaciones y aumentar su tamaño (en los casos en los que esta disyuntiva se dé), si preferimos más producción y menos biodiversidad o al revés, etc.
Para contestar, en cada caso concreto, a estas preguntas de un modo útil, sensato y productivo, es indispensable conocer las respuestas a las cuestiones científicas (siempre que se disponga de ellas), pero, de nuevo, el debate no se agota ahí. Existe una dimensión humana y política que es ineludible por mucha certeza que tengamos respecto del primer grupo de preguntas.
Así pues, y en la mayoría de los casos, entiendo que debemos abogar por una estrategia de tres patas:
Ciencia rigurosa y de calidad.
Divulgación y pedagogía para que llegue a la mayor cantidad de gente de un modo inteligible.
Democracia informada por los puntos anteriores.
Como reflexión de cierre, he de decir que no ayudan a que esto se pueda llevar a cabo con normalidad y eficacia ciertas actitudes personales que, en mi opinión, son altamente improductivas.
De un lado, la negación visceral de la ciencia, de “todo lo artificial”, de cualquier tecnología nueva. La identificación del sistema científico como “lo mismo” que el sistema bancario, militar o financiero es un error que sólo puede cometer alguien que nunca ha hablado sinceramente con un científico, que nunca ha estado en un laboratorio viendo cómo se trabaja allí y que, en definitiva, no ha analizado sus convicciones con el suficiente espíritu crítico. Las supersticiones, las teorías innecesariamente conspirativas y el anti-cientificismo en general son entendibles en un mundo de desinformación y propaganda, pero son sin duda males a erradicar.
Del otro lado del espectro —no debemos, tampoco, pasarlo por alto—, nos encontramos con una actitud que, por ser opuesta, no es menos improductiva. La de aquellos que, inocentemente, piensan que las soluciones a todos los problemas son científico-técnicas, que los conflictos de intereses no existen o no son legítimos, que el bienestar de los trabajadores de Monsanto no es una variable a tener en cuenta cuando hablamos de transgénicos, o que el sistema científico casi nunca se equivoca. El elevar la ciencia al status de una nueva religión, de una nueva ideología que nos ahorra la necesidad de hacer política, que soslaya la componente económica, humana, moral o social, así como el lugar —y las formas— de superioridad desde el que, demasiado a menudo, las personas con formación científica miran a quien no la tiene son, también, altamente perjudiciales para el avance de la sociedad.
Si queremos que nuestras decisiones sean productivas, acertadas y justas, no basta con hacer ciencia rigurosa, divulgación honesta y valiente y democracia radical. También debemos ser capaces de no juzgar con tanta dureza a aquellos que no hacen el énfasis donde nosotros lo hacemos y saber combinar esa parte de verdad que hay, incluso, a veces, en posturas aparentemente antagónicas.
La ciencia y la política forman una pareja extraña y, sin embargo, están condenadas a bailar juntas.