El pasado mes de octubre, la primera ministra británica, Theresa May, sorprendió a muchos cuando desdeñó la idea de la ciudadanía global. “Si usted cree que es un ciudadano del mundo”, dijo, “usted es un ciudadano de ningún lugar”.
Su declaración fue recibida con escarnio y alarma en los medios financieros y entre los comentaristas liberales. “La forma más útil de ciudadanía en estos días”, un analista le sermoneó, “es una ciudadanía dedicada no sólo al bienestar de un distrito municipal en Berkshire, por ejemplo, sino una ciudadanía dedicada al planeta”. The Economist llamó a lo ocurrido un giro “iliberal”. Un académico la acusó de repudiar los valores de la Ilustración y advirtió que en su discurso se escuchaban “ecos de lo dicho en el año 1933”.
Yo sé cómo luce un “ciudadano global”: veo un espécimen perfecto cada vez que paso frente de un espejo. Crecí en un país, vivo en otro, y llevo los pasaportes de ambos. Escribo sobre economía global, y mi trabajo me lleva a lugares lejanos. Paso más tiempo viajando por otros países que en cualquier país que me reclame como su ciudadano.
La mayoría de mis colegas cercanos en el trabajo son igualmente nacidos en el extranjero. Devoro las noticias internacionales, mientras que mi periódico local permanece sin abrir la mayoría de las semanas. En los deportes, no tengo ni idea cómo les va a mis equipos locales, pero soy ultra fanático de un equipo de fútbol en el otro lado del Atlántico.
Y, no obstante, la declaración de May toca una fibra profunda. Contiene una verdad esencial: el desdeño que dice mucho acerca de cómo, nosotros, la élite financiera, política y tecnocrática del mundo, nos distanciamos de nuestros compatriotas y perdimos su confianza.
Comience primero revisando el verdadero significado de la palabra “ciudadano”. El Diccionario Oxford de inglés define la palabra como “una persona o sujeto legalmente reconocido de un Estado o de un territorio autónomo (Commonwealth)”. Por lo tanto, la ciudadanía supone una forma de gobierno establecida –“un Estado o un Commonwealth”– de los cuales una persona es miembro. Los países tienen tales formas de gobierno; el mundo no las tiene.
Los defensores de la ciudadanía global reconocen rápidamente que no tienen un significado literal en mente. Ellos piensan en sentido figurado. Argumentan que las revoluciones tecnológicas en las comunicaciones y la globalización económica han reunido a ciudadanos de diferentes países. El mundo se ha encogido, y debemos actuar teniendo en cuenta las implicaciones globales. Y, además, todos tenemos identidades múltiples y superpuestas. La ciudadanía global no excluye –y no es necesario que excluya– las responsabilidades municipales o nacionales.
Hasta este punto, todo muy justo y muy bien dicho. Pero, ¿qué es lo que realmente hacen los ciudadanos globales?
La ciudadanía real implica interactuar y deliberar con otros ciudadanos en una comunidad política compartida. Significa que los responsables de la toma de decisiones deben rendir cuentas y participar en la política para dar forma a los resultados de las políticas públicas. En el proceso, mis ideas acerca de los fines y medios deseables se confrontan y se ponen a prueba frente a las ideas de mis conciudadanos.
Los ciudadanos globales no tienen derechos o responsabilidades similares. Nadie es responsable ante ellos, y no hay nadie ante quien deban justificar lo que ellos hacen. En el mejor de los casos, forman parte de comunidades de personas con pensamientos afines, quienes se encuentran en otros países. Sus contrapartes no son ciudadanos en todas partes, sino que se autodenominan “ciudadanos globales” en otros países.
Por supuesto, los ciudadanos globales tienen acceso a sus sistemas políticos nacionales para impulsar sus ideas. Pero, los representantes políticos son elegidos para promover los intereses de las personas que los eligieron para que desempeñen sus cargos. Los gobiernos nacionales están destinados a velar por los intereses nacionales, y en esto tienen toda la razón. Esto no excluye la posibilidad de que los ciudadanos que constituyen estos países puedan actuar con un interés propio más iluminado, tomando en cuenta las consecuencias que acarrean las medidas nacionales para otros en el exterior.
Pero, ¿qué sucede cuando el bienestar de los residentes locales entra en conflicto con el bienestar de los extranjeros – como ocurre a menudo? ¿No es el desprecio de sus compatriotas en tales situaciones lo que, precisamente, da a las llamadas élites cosmopolitas su mala fama?
Los ciudadanos globales temen que los intereses de los bienes comunes globales puedan verse perjudicados cuando cada gobierno persigue su propio interés estrecho. Ésta es ciertamente una preocupación con temas de bienes comunes que son verdaderamente globales, tales como el cambio climático o las pandemias. Pero, en la mayoría de las áreas económicas –impuestos, política comercial, estabilidad financiera, gestión fiscal y monetaria– lo que tiene sentido desde una perspectiva global también tiene sentido desde una perspectiva nacional. La economía enseña que los países deben mantener las fronteras económicas abiertas, regulaciones prudenciales sólidas y políticas de pleno empleo, no porque éstas sean buenas para otros países, sino porque sirven para ampliar el tamaño del pastel económico nacional.
Por supuesto, realmente sí ocurren fallas de políticas –por ejemplo, el proteccionismo– en todas estas áreas. Sin embargo, esto refleja una gobernanza nacional deficiente, no una falta de cosmopolitismo. Esto ocurre ya sea debido a la incapacidad que tienen las élites que formulan políticas en cuanto a convencer a los electores nacionales de los beneficios de la alternativa, u ocurre por su falta de voluntad para hacer ajustes con el fin de garantizar que realmente todos se beneficien.
Esconderse detrás del cosmopolitismo en tales instancias –cuando se impulsan acuerdos comerciales, por ejemplo– es un sustituto deficiente para ganar batallas políticas por sus propios méritos. Y, devalúa la moneda del cosmopolitismo cuando verdaderamente la necesitamos, como por ejemplo en el caso de la lucha contra el calentamiento global.
Pocos se han explayado sobre el tema de la tensión entre nuestras diversas identidades –locales, nacionales, globales– como tan perspicazmente lo ha hecho el filósofo Kwame Anthony Appiah. En esta era de “desafíos planetarios e interconexión entre países”, él escribió en respuesta a la declaración de May: “Nunca antes ha habido una mayor necesidad de tener un sentido de un destino humano compartido”. Es muy difícil estar en desacuerdo con esto.
No obstante, los cosmopolitas se encuentran a menudo en la situación del personaje de Los hermanos Karamazov de Fiodor Dostoievski quien descubre que cuanto más ama a la humanidad en general, menos ama a las personas en particular. Los ciudadanos globales deben tener cuidado de que sus altas y nobles metas no se conviertan en una excusa para huir de sus deberes para con sus compatriotas.
Tenemos que vivir en el mundo que tenemos, con todas sus divisiones políticas, y no en el mundo que desearíamos tener. La mejor manera de servir a los intereses globales es cumplir con nuestras responsabilidades dentro de las instituciones políticas que sí tienen importancia: estas son aquellas que sí existen.
Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos.
Dani Rodrik es profesor de Economía Política en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard y autor de 'Economics Rules: The Rights and Wrongs of the Dismal Science'.
Copyright: Project Syndicate, 2017.Project Syndicate