“Villarejo suele decir las cosas sin decirlas, lanza constantes insinuaciones, avanza en una línea y luego retrocede. No te imaginas lo manipulador que es”. En esta frase, pronunciada por alguien que trabaja en la investigación judicial que se sigue en la Audiencia Nacional para desentrañar los 40 terabytes de información que se incautaron al comisario de policía más famoso de España, se resume la sensación que José Manuel Villarejo (67 años) deja en el juzgado cada vez que acude a una declaración en una de las diez piezas del caso Tándem.
El comisario jubilado dice bastantes mentiras, algunas verdades y muchas medias verdades, según los investigadores. La ardua tarea a la que se enfrentan es la de desentrañar unas de otras, contrastarlas con la ingente documentación que se le incautó a él y a su socio, Rafael Redondo, tras sus arrestos en noviembre de 2017, impulsar las investigaciones que, a partir de la documentación solicitada y otros testimonios se demuestran verdaderas, y frenar en seco las fabulaciones.
Entre estas últimas hay que destacar las manifestaciones que Villarejo hizo en la Audiencia Nacional en relación con el 11-M, que involucraban a los servicios secretos marroquíes en la matanza y apuntaban que no se había investigado de manera suficiente la autoría intelectual de los atentados. Tras escuchar la declaración del investigado, la Fiscalía ha solicitado el archivo de esa línea de investigación por su falta de “verosimilitud”, algo a lo que previsiblemente accederá el juez Manuel García Castellón en los próximos días. “Sus afirmaciones están basadas en testimonios de referencia, afirmaciones vagas, datos ya conocidos y meras recopilaciones de informaciones periodísticas”, apuntan fuentes jurídicas.
Lo que sabemos por el momento de las piezas que componen este sumario, que constituyen solo la punta de la monumental cloaca de grabaciones, espionajes y supuestos chantajes en la que Villarejo se desenvolvió tras décadas de trabajos sucios, saca a la luz dos sospechas que cuestionan muy seriamente la calidad de la democracia española. La primera, que en el seno del Ministerio del Interior funcionó durante años una “organización criminal” dedicada a investigar sin control judicial a los rivales políticos del Partido Popular. Y la segunda, que de ella no sólo se valió el Gobierno de Mariano Rajoy sino también bancos, empresarios, bufetes de abogados y directivos de grandes corporaciones que no dudaron en utilizar sus servicios para ajustar sus cuentas por la vía rápida.
La cloaca del establishment que dirigía Villarejo también ha puesto al descubierto una brigada policial formada por casi un centenar de agentes que, bajo el mando del antiguo director adjunto operativo (DAO) de la policía, Eugenio Pino, comenzó investigando a la familia Pujol y al nacionalismo catalán cuando empezó a asomar su deriva hacia posiciones independentistas y acabó buceando en la financiación de Podemos a través del régimen chavista de Venezuela en la época en la que, tras el periodo en el que su ascensión en las encuestas era alimentada por el Gobierno y el PP con el interés de hundir al PSOE de Pedro Sánchez, comenzó a fraguarse una posibilidad de Gobierno progresista que evacuara a Rajoy de la Moncloa.
“La pequeñita estaba al corriente de todo”, le llegó a decir Villarejo al juez de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón, en referencia a la exvicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, a la que situó en una constante guerra con la entonces secretaria general de los populares, María Dolores de Cospedal.
En todas estas operaciones especiales, la denominada “policía patriótica”, a la que más bien habría que llamar “policía política” o directamente “cloaca del PP”, habría actuado siempre con unos patrones comunes: se financió supuestamente con fondos reservados, es decir, a cuenta de los impuestos de todos los contribuyentes, y realizó diligencias a la carta al margen de cualquier control judicial, es decir, con la arbitrariedad propia de los regímenes totalitarios. Cuando el agente José Ángel Fuentes Gago buscó la cobertura legal de la Fiscalía para interrogar como policía judicial al exministro de Finanzas de Venezuela Rafael Isea, los responsables del Ministerio Público le mandaron a paseo.
Esa brigada policial, según las revelaciones de la pieza Kitchen, una de los que componen el caso Tándem sobre Villarejo, también pergeñó un plan para robar al extesorero del Partido Popular Luis Bárcenas la documentación que ocultaba sobre la caja B de la formación cuando en 2013 cambió de estrategia de defensa y reconoció la autoría de los papeles manuscritos que, tras la sentencia del caso Gürtel, hicieron caer al Gobierno de Rajoy.
El operativo, que supuestamente incluyó el asalto de la casa de los Bárcenas en el barrio de Salamanca por un falso cura y el pago con fondos reservados al chófer del extesorero, ha sido reconocido por los propios mandos policiales imputados, entre ellos Eugenio Pino y Enrique García Castaño, alias El Gordo, que aseguran que la operación únicamente tenía como objetivo localizar fondos en el extranjero del antiguo responsable de las finanzas populares. Con resultado nulo, por cierto, porque, según las últimas cifras que maneja la Audiencia Nacional, Bárcenas podría seguir guardando cinco millones en el extranjero.
Del caso Tándem también se puede deducir que en los reservados de restaurantes de lujo las élites no solo se recomendaban asesores fiscales en Suiza e inversiones bursátiles de éxito asegurado, sino también cloacas de confianza con las que resolver, por la vía del espionaje y el chantaje, operaciones económicas delicadas. Es lo que supuestamente hicieron el BBVA, el bufete Herrero y Asociado, los empresarios Juan Muñoz y Ángel Pérez-Maura, la familia británica Goldsmith y la guineana Obiang o los dueños de la urbanización La Finca. Todos sabían que en Villarejo podían confiar.