Comparar a Isabel Díaz Ayuso con Jordi Pujol puede parecer una barbaridad. En muchos sentidos, lo es. Pujol llegó a la presidencia de la Generalitat tras una larga experiencia como resistente antifranquista, como banquero (malísimo y probablemente fraudulento) y como estudioso de la política con un espesor intelectual muy considerable; antes de ser presidenta, Ayuso ponía voz a un perrito en Twitter, red hoy llamada X.
Ambos, sin embargo, lograron convertirse, cada uno a su manera, en figuras totémicas de su ámbito electoral. Su influencia, salvando las distancias en el tiempo y en el contexto, va mucho más allá de sus mayorías absolutas. Es decir, uno fue capaz, y la otra lo es ahora, de conformar a su alrededor una cierta visión del mundo.
Como barcelonés residente en Madrid, o como catalán que observó de cerca el fulgor, la decadencia y las consecuencias del pujolismo, me permito esbozar algunas coincidencias entre lo que sucedió en la comunidad autónoma catalana y lo que podría suceder en la comunidad autónoma madrileña.
Lo primero, el cofoïsme (tradúzcase como un cóctel de orgullo, autosatisfacción y un punto de arrogancia), un término que describe muy bien una época de Catalunya. Allí el nacionalismo venía de lejos. Ocurrió que una cierta prosperidad económica, una cierta percepción (errónea) sobre el éxito de la integración social, unos Juegos Olímpicos de gran repercusión y una súbita irrupción masiva del turismo mundial en Barcelona convencieron a una amplia mayoría de la población de que las cosas se hacían bien y de que Barcelona era, por supuesto, la mejor ciudad del planeta. Ya tenemos a punto el cofoïsme.
El cofoïsme refuerza el nacionalismo donde lo hay, y lo genera allí donde hasta el momento no lo había o era insignificante.
El siguiente paso consiste en algo que podríamos llamar lógica espuria: si nosotros hacemos mejor las cosas, los otros las hacen peor. ¿Recuerdan aquella época del oasis catalán? El oasis resultó una ciénaga. Hay que asumir que las mayorías absolutas del pujolismo y su impunidad electoral impusieron una especie de mansedumbre social y parlamentaria, una previsibilidad enfermiza que contrastaba con las turbulencias características de la política española (o de “Madrid”, en terminología nacionalista catalana). Tanto la mayoría convergente como la fragmentada oposición fueron degradándose poco a poco en las aguas estancadas del oasis.
Por ese camino se llega a un punto delicado. Por un lado, resulta irresistible la tentación de convertir una comunidad poderosa en diversos sentidos, desde el económico al cultural, en un contrapoder respecto al gobierno central. Pujol podía aliarse tanto con los gobiernos del PSOE como con los del PP sin dejar de ser un tormento para ambos. Por otro lado, el hábito de la hegemonía política acaba convirtiéndose en un mal: la sumisión al líder local impide la formación de cuadros competentes, anula la capacidad de adaptación y, esto es importante, hace inconcebible la pérdida del poder.
Cuando las cosas van mal ya no queda otro recurso que la astracanada. El sucesor designado por Pujol, Artur Mas, se vio en ese aprieto. Primero pidió más dinero a “Madrid” (¿dinero? ¿con el país en plena ruina?); el asalto al Parlament el 15 de junio de 2011 obligó a Mas a entrar y salir en helicóptero y le dejó horrorizado: la protesta social amenazaba el patrimonio pujolista. ¿Solución? La más cobarde y a menudo más efectiva. En otros lugares se declara la guerra al vecino para distraer la atención y robustecer los sentimientos de unidad. Como eso no era viable en Catalunya, Mas se erigió en el Moisés de la independencia y en el gran enemigo de “Madrid”, o del “Estado español”, en fin, de “los otros”.
El resto es presente.
Me gustaría advertir de que el cofoïsme ya impera en Madrid, nueva capital de Latinoamérica, pujante centro financiero, corazón mundial de la hostelería y no sé cuántas cosas más. Ojo, no digo que en Madrid no se viva bien. Yo estoy a gusto. Digo que en muchos ámbitos, empezando por la sanidad (en especial más allá de la M-40), empiezan a aparecer defectos graves. Cuando la percepción de la mayoría está distorsionada por el cofoïsme, las cosas suelen ir a peor. Recuérdese de nuevo Catalunya, donde todo iba bien hasta que todo fue mal.
También señalaría otro rasgo inquietante: como el conjunto de España, ese país complicado, vota de forma distinta a como lo hace la comunidad de Madrid, se deduce que el resto de España está equivocado. Nadie niega que, como dice Ayuso, Madrid sea España. Ocurre que el resto del país, al menos hasta la fecha, también es España, por más “monstruo de Frankenstein” que pueda parecer. Y hay que gobernarlo de alguna forma. El ayusismo niega esa realidad y acaba estableciendo, siempre la lógica perversa, que la mayoría de los españoles han votado a un criminal como Txapote. O sea, “nosotros” tenemos razón y “ellos” no la tienen. Ah, el “nosotros y ellos”, eso tan catalán. Supongo que habrán reparado en que Ayuso hace lo posible por transformar el normal sentimiento de españolidad de los madrileños en un rampante nacionalismo español. Ay, el nacionalismo.
Estoy casi convencido de que cuando lleguen los aprietos, que siempre acaban llegando, y la hegemonía del PP en Madrid se vea en peligro, el ayusismo reaccionará como el pujolismo. No fomentando la independencia de la comunidad, espero, sino haciendo cualquier otra gran burrada para desviar la atención.
Las burradas grandes, tanto en Catalunya como en Madrid, suelen tener consecuencias graves. Y suelen salir caras. Por supuesto, espero estar equivocado.