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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Comisión de expertas precarias

16 de abril de 2022 21:41 h

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Hace unos días me enteré por casualidad de que Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, presentaba una comisión de expertos que se acaba de crear para analizar el impacto de la precariedad laboral en la salud mental y aportar ideas para políticas públicas. De entrada, me pareció un buen propósito y también me extrañó que no existiera ya algo así teniendo en cuenta que la precariedad laboral y su impacto en la salud mental no son algo exclusivo de la contemporaneidad. Vi a Remedios Zafra sentada junto a Yolanda Díaz y hasta me ilusioné porque creo que Zafra es de las mejores pensadoras actuales que tenemos y sus ensayos articulan el debate. Al otro lado de Díaz, estaba Íñigo Errejón. Debo confesar que llevo algún tiempo desencantada con la política, quiero decir, con los políticos, con aquellos y aquellas que ostentan cargos y ocupan sillas, porque política me parece todo lo que afecta a la vida de la gente.

Precisamente, en su intervención, Díaz empezó diciendo que “la política sirve para las cosas que importan a la gente y a la ciudadanía”. Y pensé que era algo obvio, un lugar común, sí, pero no está de más recordar algo que parece habérsele olvidado a muchas de esas personas que ostentan cargos en un gobierno, supuestamente, de izquierdas. Escuchaba hablar a esta gente no solo como escritora o periodista, sino como mujer joven, madre separada, escritora precaria, hija de unos padres que han sufrido la precariedad laboral toda su vida. “Lo que ya sabemos”, decía Díaz, “es que el trabajo contemporáneo con todas sus vertientes, el trabajo pensado y diseñado en el siglo XX, pero singularmente, el trabajo digitalizado y en conexión permanente, como nos dice Remedios Zafra muchas veces, está siendo un lugar de enorme sufrimiento para las gentes de nuestro país. El trabajo es un lugar de sufrimiento, hacer esta afirmación es muy duro (…) las realidades en el trabajo en España están basadas en la precariedad. La precariedad es poliédrica, tiene miradas múltiples”. Después de Díaz, habló Errejón para puntualizar, entre otras cosas, que “hace falta que la política se ocupe de las cosas que son evidentes en la sociedad” y que “a la gente le duele el estómago por tener que enfrentarse a su jefe al día siguiente”. Me sorprendió la simplicidad de Errejón.

Quizá porque andaba yo leyendo un par de libros sobre esas mujeres invisibles que sostienen la economía y sufren el capitalismo más feroz en sus propias carnes, presté tanta atención a un acto que, más allá de lo que se dijera o de lo que pueda surgir de esa comisión, me parece más propagandístico que algo que vaya a mejorar la vida de la gente. Los libros de los que les hablo no son ensayos académicos de expertos y expertas como los que conforman esta comisión, sino una novela y un ensayo que ponen el foco en una realidad laboral que pasa completamente desapercibida, pero que nos sostiene como sociedad. Uno de ellos es una novela de Brenda Navarro, Ceniza en la boca. La protagonista es una chica mexicana que trabaja en lo que le sale, principalmente, cuidando a personas mayores y limpiando casas y también repartiendo comida en bicicleta por las calles de Barcelona. Aun siendo un personaje de ficción, la voz de esa mujer suena real, honesta y representa la vida de millones de mujeres en nuestro país: «¿Qué hago yo aquí? ¿Para esto nací? ¿Para esto me cuidaron mis abuelos? Pero seguía pedaleando y seguía, eso había aprendido en España, a seguir, a seguir, ni modo de no seguirle. Pero le seguía y pedaleaba y quitaba la cochambre de las casas y lavaba calzones cagados y meados y limpiaba la cerveza que llevaba días pegada en el piso, y quitaba los pelos de la bañera, y sacaba la comida podrida de los trastes que dejaban en la cocina y aun así no llegaba a fin de mes».

El otro libro es Fámulas de Cristina Sánchez-Andrade, un pequeño ensayo que recoge el testimonio de cuatro mujeres que trabajan como limpiadoras, cuidadoras, internas. Una de ellas, Deybi Vanesa, de Honduras, confiesa que «te toca hacer lo que tienes que hacer. Eso es muy humillante. Y muchas, cuando nos reunimos, ese es el punto que más hablamos. Porque nosotras somos mujeres y como le digo por muy pobre que uno es… Decirles algo a ellas, jamás. Nadie habla aquí. Nadie habla. Ya le puede estar yendo de lo más bajo y agachan la cabeza, porque como le digo, aquí nosotras no valemos nada. Aquí si hay un trabajito, tiene que cuidar ese trabajo. Porque aquí cuesta encontrar trabajo. Cuesta».

No es difícil imaginarse los problemas de salud mental derivados de una precariedad que para millones de mujeres en España dura toda su vida laboral. La precariedad de las que limpian y cuidan puede durar décadas. Si el trabajo es un lugar de sufrimiento, ¿dónde queda el resto de la gente, quiero decir, las trabajadoras del hogar, las cuidadoras, todas aquellas mujeres que vienen de fuera a cuidar a los hijos y a los padres de las personas que tienen trabajos digitalizados? Siempre me surge una duda que tiene que ver con la idea de por qué los expertos que se invitan a estas comisiones tienen poco trato con la cotidianidad de la gente. Lo de la salud mental ni se plantea en determinadas profesiones precarizadas hasta el exceso y casi siempre feminizadas. La ansiedad es su pan de cada día. No tengo que preguntarle a ningún experto de la Pompeu Fabra, me basta con hablar con mi madre o con cualquiera de sus compañeras auxiliares de ayuda a domicilio en el ayuntamiento de mi pueblo: ansiedad, depresión y fibromialgia son el triple combo de enfermedades asociadas a las mujeres que cuidan, algunas de ellas, sin cotizar siquiera porque, ¿acaso esa mujer de Ecuador que cuida veinticuatro horas al día a mi vecina con alzhéimer está dada de alta en la seguridad social? ¿Tendrán los expertos de esta comisión en cuenta a esta y a otras tantas miles de mujeres que hacen un trabajo de internas-esclavas por cuatrocientos euros al mes?

A veces, miro a mi madre y la veo como esa muchacha de Ceniza en la boca, pedaleando metafóricamente, es decir, corriendo de un lado a otro a sus cincuenta y seis años, llevando a una anciana con alzhéimer en silla de ruedas por las cuestas de mi pueblo, bañando al señor de cien kilos cada mañana sin grúa y sin ayuda ninguna, trabajando ocho horas al día por ochocientos euros escasos y con contratos de cuatro meses sin llegar nunca a final de mes, con las muñecas rotas y con una ansiedad que no la deja dormir, con el miedo, siempre el miedo en el cuerpo a que la dejen de llamar. Y me pregunto, ¿para cuándo una comisión de expertas precarias?